domingo, 23 de marzo de 2014

SOBRE COMER EN LA TAQUERÍA MÁS ANTIGUA DE MONTERREY

¿Cómo es el restaurante donde el platillo más exitoso se llama “Quiero Comer de Todo”?

Por José Ignacio Hipólito Hernández
Ilustración por Cristina Guerrero
I
Cada uno de los estados de México tiene una forma distinta de comer el maíz. En Oaxaca, de donde es mi madre, se hacen las tlayudas, tostadas gigantes con queso oaxaqueño —ese típicamente reconocido por ser una línea de queso continua enrollada en una bola de estambre comestible— sobre una base de salsa molcajeteada que se acompaña con jitomate, aguacate y crema; en Veracruz, de donde es mi abuelo, se hacen las enfrijoladas que llevan con orgullo el nombre del estado: tortillas bañadas en salsa de frijol negro con huevo a la mexicana adentro y acompañadas por rodajas de chile de árbol; en Pachuca, de donde es mi abuela, se hacen los tlacoyos de alverjón —una legumbre parecida a la lenteja— enchilados, bañados en salsa verde y queso; y en Monterrey, donde he vivido los últimos cinco años de mi vida, se hacen las tostadas rojas de deshebrada más ricas que he probado.
De lo que no me había dado cuenta es que el lugar en donde las probé es la taquería más antigua en el estado de Nuevo León: la Taquería Juárez, fundada en 1945, dos años antes de que la máquina tortilladora de producción masiva se inventara, y mucho antes de que el taco se convirtiera en un símbolo de la identidad culinaria mexicana.
Los fines de semana, la calle Galeana, entre Aramberri y Ruperto Martínez, en la Zona Centro, es una de las más transitadas del área metropolitana de Monterrey. El tráfico se concentra desde el mediodía hasta aproximadamente las 10:00PM debido a que familias enteras, parejas o algún antojadizo está formado esperando en la larga fila del estacionamiento de uno de los establecimientos de antojitos mexicanos más populares de Nuevo León.
Varias rutas de camión pasan por allí, y tanto los conductores como el pasaje del 325, el 117 o el 124 no pueden evitar voltear cuando un olor que combina los aromas de aceite, frijoles, tortillas, papas, chiles toreados y otras delicias del local No. 123 empiezan a emanar de entre los gritos de parada, la sirena de la ambulancia y los pitidos del claxon de un automóvil ansioso. El edificio es de sólo una planta, pero abarca casi toda la calle. Las letras verdes a la entrada son inconfundibles: “Taquería Juárez, desde 1945”.
El establecimiento no se da abasto, ni siquiera con tres estacionamientos con capacidad para aproximadamente 50 automóviles. Filas y filas de carros esperan a que alguien salga con la barriga llena, satisfecho después de haber disfrutado de un buen tentempié con los compadres, las amigas, el novio o el primo favorito. Y esa no es la única espera. Al entrar al establecimiento, después de ser recibido por un mesero, hay una línea que empieza en la cocina —con vitrina, para estimular las expectativas del antojo— y termina al fondo del local; 30 personas esperan a que él capitán de los meseros, el Lic. Garza, les asigne mesa. Hay para todos, pero si se va a comer bien, entonces hace falta paciencia.
Con más de 60 empleados que se distribuyen en meseros y garroteros —todos hombres—, cocineras y cajeras —todas mujeres—, se atiende a más mil 500 clientes en tan sólo un fin de semana, días en los que los empleados no descansan sino hasta después de haber cumplido sus ocho horas de jornada laboral. Pero la hija de la fundadora del lugar parece no descansar. Teresa Espinoza revisa muchos de los platillos de sus comensales detenidamente, entregando una extraordinaria cantidad de órdenes a sus cocineras por si hay alguna irregularidad en el platillo. La agilidad y destreza que tiene es incomparable. Con 65 de años sigue sirviendo y cocinando como si aún vendiera enchiladas en el carrito con el que su madre empezó la taquería frente al Mercado Juárez. No importa qué tan simple sea la comida que se sirva, los estándares de calidad son altos. No por nada la Secretaría de Turismo les ha otorgado los distintivos H y M, por limpieza y por calidad, respectivamente.
El menú es corto, pero no porque a las cocineras les falte habilidad, sino porque no se necesita más. Y si se es un buen comensal, en realidad sólo hay un platillo, una frase para el mesero: “Me da un Quiero Comer de Todo, por favor”. El plato trae una muestra de los grandes éxitos del restaurante, dos de cada uno: dos tacos al vapor, dos flautas de pollo bañadas en salsa de aguacate, dos enchiladas rojas rellenas de queso, dos envueltos y dos estómagos, por si uno se queda con el antojo de los sopes que también forman parte del menú.
Los fines de semana no hay otra cosa que no sea trabajo tras lo muros de la primera taquería de Nuevo León. Desde las 11:00AM hasta las 11:00PM, el restaurante permanece abierto sirviendo a los amantes de los antojitos tradicionales neoleoneses. Ni el capi Eugenio, que usa una camisa roja para distinguirse de los demás meseros, ni la señora Tere tienen tiempo para descansar, al menos no los fines de semana, cuando reciben una increíble cantidad de clientela y están ocupados intentando dar el servicio que los ha distinguido por más de seis décadas.
Cada mordida es una ida con vuelta a la tradición popular culinaria de Nuevo León, los diferentes usos de la tortilla para saborear un antojito. Todos los platillos vienen acompañados de papas y chiles toreados. Pero el verdadero acompañante implícito es la tortilla. Cada platillo es una variación del taco: las enchiladas, los sopes, los envueltos, las flautas, todos una alteración del alimento que desde mediados del siglo XX comenzó a popularizarse en todo el país.
II
Décadas antes de la invención de la tortilladora, a principios del siglo XIX, se empiezan a publicar recetarios de comida popular mexicana. Esto ocasiona que alrededor de todo el país comiencen a llegar recetas antes desconocidas por los lugareños. Los platillos populares dejan de ser una herencia tradicionalmente indígena y pasan a formar parte del imaginario popular mexicano. Las clases altas y la naciente clase media ahora tienen acceso a esa tradición.
A pesar de que el primer objeto cultural de México fue el desarrollo del maíz, ya que éste se domesticó a partir del teocinte, una de las tantas especies de gramíneas, el taco no se reconoció como uno de los platillos populares de todo México sino hasta que Fausto Celorio, un ingeniero graduado de la UNAM, inventara y perfeccionara la primera máquina automática para volver más eficaz el proceso de hacer tortillas. Antes procesar el nixtamal tomaba días, y hacer una docena de tortillas era una tarea exhaustiva; ahora el mexicano podía ir a una tortillería y esperar tan sólo unos minutos para obtener un par de kilos de tortillas.
Si bien los tacos siempre han sido parte de la tradición culinaria del país, como bien lo señala Salvador Novo en sus cuatro volúmenes de La historia gastronómica de la Ciudad de México, no fue sino hasta la invención de Celorio que se introdujo la tortilla a las masas, sobre todo a la clase media, que iba creciendo exponencialmente y se volvía parte importante de la economía nacional.
La popularidad de la tortilla creció rápidamente por todo el país, y debido al bajo costo de un alimento tan rico en proteínas, se le fueron dando diferentes usos según la región del país donde se preparase. Ahora que era más fácil y barato hacer un taco, los negocios y puestos dedicados a esta delicia mexicana incrementaron.
Después de que Fausto Celorio inventara la máquina tortilladora en 1947 y le hiciera modificaciones que permitieran su producción masiva en 1959, el taco comenzó a convertirse eb uno de los platillos mexicanos típicos. La identidad nacional empezó a definirse a partir del maíz y la tortilla; los neo-mexicanismos son impuestos por el gobierno priista a partir de los años 60 con el propósito de construir una identidad mexicana. Mas esto no era para cohesionar al pueblo. El objetivo era construir una imagen que se proyectara hacia el exterior y ayudara no sólo a cimentar el turismo como una de las actividades económicas más importantes de México, sino también a establecer las bases de lo que terminaría siendo el Tratado de Libre Comercio y la apertura al libre mercado llevada a cabo por el gobierno de Salinas de Gortari.
Es en esta época cuando nace la primera taquería de Nuevo León. Empezó con el anhelo emprendedor de un carrito que vendía enchiladas. Mientras su popularidad crecía, las primeras máquinas tortilladoras llegaban a todo el país, lo que ayudó a que el establecimiento de Guadalupe Espinoza, la fundadora de la Taquería Juárez, creciera, convirtiéndose eventualmente en uno de los restaurantes de antojitos más popular del noreste del país.
En Monterrey, a los tacos siempre se les relaciona con la carne asada, el cabrito, la machaca y la deshebrada, al menos a los que son propios de la región noreste. Y la tortilla más popular ni siquiera es de maíz, sino de harina, surgida cuando los conquistadores españoles llevaron sus provisiones de harina de trigo al norte del país; sus cocineras no supieron qué hacer con eso, sólo tortillas. Pero fue exactamente la explosión del taco como comida popular mexicana lo que dio pie a que la Taquería Juárez creciera como lo hizo, de un puesto rodante a uno de los establecimientos más populares de comida mexicana en Nuevo León.
III
La señora Espinoza camina empujando un carrito en el que vende enchiladas. La Zona Centro ha sido su hogar desde que llegó a Monterrey desde Querétaro para probar suerte en una de las ciudades que poco a poco se va convirtiendo en una de las más importantes del país. Acompañada de su hija Rebeca, camina por las calles más transitadas con la esperanza de vender un par de platillos para mantener a su familia. Conforme va creciendo la popularidad de su carrito de enchiladas, su menú se vuelve mucho más variado; agrega los tacos de carne molida, las tostadas de deshebrada y los tacos al vapor.
Una vez que el carrito es insuficiente y la señora ya no tiene por qué merodear las inmediaciones del Mercado Juárez en busca de clientes, en 1963, ya que su hija puede ayudarla con la preparación de platillos, el negocio de tacos y antojitos se muda a un establecimiento en la calle Galeana.
La fundadora de la taquería empezó a vender enchiladas a las afueras del Mercado Juárez hace ya casi más de 70 años. Tenía un carrito con vitrina que fue ganando popularidad entre los marchantes y hambrientos que pasaban por las calles Juárez, Aramberri o Ruperto Martínez, y conforme su popularidad fue creciendo, también la variedad de platillos. Dos años antes de la primera tortilladora automática, la señora Lupita ya ofrecía sus ricas enchiladas rojas rellenas de queso, que todavía hoy siguen siendo de los platillos más populares. Nuevo León crece junto con la taquería, y entre más se desarrolla el centro metropolitano de Monterrey, más espacio necesita la taquería Juárez para satisfacer la demanda que incrementa al mismo tiempo que el número de industrias se duplica. Mientras Guadalupe Espinoza va de la mano de su hija arrastrando un carrito, Monterrey apenas empieza a convertirse en ciudad y en uno de los centros urbanos más importantes del país.
Cuando el gobernador Morones Prieto decide canalizar el Río Santa Catarina en 1949, la Taquería Juárez apenas está ganado popularidad entre los 374 mil 800 habitantes de Monterrey, y una vez construida la Macroplaza en 1984, las enchiladas, los tacos y las tostadas dejan de ser los únicos platillos que se sirven. Tras 15 años de permanecer inalterado, el menú abre paso a las flautas y los envueltos. Para cuando se funda el Paseo Santa Lucía, en 2007, llegan los sopes, y la taquería ya forma parte fundamental de la calle Galeana.
La identidad culinaria de México se definió a partir del taco y sus diferentes variaciones aparecieron dependiendo del lugar de la República que las concebía; la Taquería Juárez fue formando su popularidad a partir de la misma premisa.
IV
El señor Francisco Tinoco y su esposa, María del Refugio Tinoco, se conocieron cuando la taquería todavía era arrastrada en un carrito. Después de un arduo día en el trabajo, el matrimonio Tinoco, que aún esperaba que el destino culinario los uniera, gustaba disfrutar de las enchiladas rojas que la joven Guadalupe Espinoza preparaba con manteca de cerdo, una de las razones por las cuales la pareja las prefería. Un viernes por la tarde en el que Francisco venía de regreso de nadar en la Alberca San Nicolás, se le antojaron unas enchiladas de las que estaban a las afueras del Mercado Juárez, y a pesar de que no traía mucho dinero, decidió buscar el carrito de la joven que traía a su hija de la mano, ese que una vez caída la tarde se llenaba de trabajadores que salían de una ardua jornada o de vendedoras del mismo mercado que cerraban sus puestos por el día. La enchiladas rellenas de queso o de deshebrada, dependiendo de si se tenía hambre o antojo, fueron el detonante de lo que sería un matrimonio que ha durado más de 50 años.
El amor, al igual que los tacos, tiene muchas formas y se concibe en diferentes lugares de la República. Los tacos de canasta, por ejemplo, nacieron en las minas de Puebla, en donde el trabajo arduo de picar y arrastrar minerales en cuevas frías y sofocantes obligó a crear una manera de mantener un alimento rico en proteína entre la humedad y a bajas temperaturas. Así surgió la idea de colocar los tacos dentro de una canasta envuelta en tela, que además de mantenerlos calientes formaba parte de su proceso de preparación. Mucho después se volverían los tacos callejeros más populares del Distrito Federal, sobre todo en esas mañanas dominicales en las que da una flojera insoportable cocinar algo. Eventualmente llegaron a Monterrey, donde mutarían en los tacos al vapor, que son idénticos, pero en vez de usar una canasta para terminar el proceso de preparación, se utiliza una cubeta o una cazuela donde los tacos se cocinan con vapor de agua hirviendo. Francisco, originario de Zacatecas, cuna de la sopa de tortilla, y María, de Guanajuato, en donde se preparan las enchiladas mineras, rellenas de queso ranchero y bañadas en salsa de jitomate y chile guajillo, nunca imaginaron que conocerían a la persona con la que se casarían comiendo un platillo típico neoleonés preparado por una queretana.
Después de más de 50 años siendo clientes frecuentes de la Taquería Juárez, el matrimonio sigue pidiendo un “Quiero Comer de Todo”, que incluye las enchiladas que el mismísimo Destino quiso probar y que le gustaron tanto que decidió casar a las dos personas que comían junto a él. Francisco y María han sido testigos de todos los cambios de la taquería y han degustado sus platillos tanto de la mano de la difunta Guadalupe Espinoza como de la de su hija Teresa, quién ahora supervisa la cocina y recibe a sus clientes favoritos con una sonrisa y un saludo que evoca tiempos más jóvenes para los tres.
V
Uno de los meseros de mayor antigüedad en el restaurante es Esteban Treviño Mendoza. Lleva un poco más de 20 años sirviendo los antojitos de deleite obeso más sabrosos de la calle Galeana; claro, sin desprestigiar a sus vecinos de la Rosa Regia Náutica, que también preparan antojitos muy bien servidos.
Desde las 8:00AM, el señor Treviño está listo para hacerla de malabarista de platos variados, vestido con el uniforme: pantalón negro y camisa que trae un grabado que muestra orgullosamente el Cerro de la Silla y el logo de la Taquería Juárez; remata el atuendo con un moño negro que resalta la elegancia de servir antojitos. Las enchiladas para la señora, los sopes para el joven, el “Quiero Comer de Todo” para el señor y unos tacos light para la jovencita, sin olvidar las aguas frescas de horchata, jamaica, tamarindo o la coca helada, todo en una charola que carga con un solo brazo y un equilibrio increíble. Y no tiene siquiera un accidente en su record, a diferencia de los jóvenes que apenas le están entrando a la mesereada.
“Los fines de semana son los más difíciles; la gente no deja de llegar. Creo que el sábado es el día más pesado y en el que tenemos que estar más atentos de lo que los clientes quieren, porque si no se desesperan y eso afecta al negocio”. En un sábado se sirve aproximadamente a 750 comensales que no dejan de entrar y salir por la entrada que el portero, llegada una cierta hora, prefiere dejar abierta.
Los meseros están cazando miradas acusadoras de tardanza, la mano que hace la seña de la cuenta, el vaso vacío de refresco o agua, la falta de salsa o limones en la mesa, y todo para ganarse una buena propina y mantener el buen servicio, pilar de la misión del restaurante. En un sábado bondadoso pueden sacar unos mil 500 pesos en propinas, y ni se diga de los domingos por las mañanas, cuando el establecimiento está a reventar de familias ansiosas de unos ricos tacos al vapor después de ir a surtir mandado al mercado o tras la obligada misa dominical. “Antes de venir a pedir trabajo, yo ya había comido muchas veces aquí. Los tacos al vapor de deshebrada creo que son los que más me gustan y creo que es lo que más piden los clientes. Nadie los hace como las cocineras de aquí; tienen un toque mexicano delicioso”. Pero todo exceso es malo, y el señor Treviño lo sabe. Él mismo dice que no puede estar comiendo todos los días puro taco, sino ni siquiera se podría mover de lo obeso.
“¿Qué le voy a traer?” es la frase que más ha dicho el señor Treviño en su carrera como mesero en la taquería, y a pesar de que puede llegar a ser muy cansado estar de pie durante las jornadas de ocho horas, y más cuando el remplazo no llega a tiempo, es un trabajo que remunera muy bien y que deja un buen sabor de boca al final del día.
Pero los meseros no son los únicos que forman parte de la histórica taquería. A la entrada se encuentra Raúl González, el encargado de regular el flujo de automóviles en uno de los cuatro estacionamientos del local. Lleva un poco más de cinco años dando boletos de estacionamiento a los comensales de la taquería. Siempre amable y bonachón, listo para el resbalo que dará inicio a una conversación que demorará a los hambrientos clientes.
“Esta es la calle de los tacos: está aquí la Taquería Juárez, La Mexicana, la Rosa Náutica, La Siberia, y más atrás está un puesto de carne asada muy bueno, que es dónde a veces como porque uno se puede llegar a hartar de comer siempre lo mismo”. Parte de los beneficios de ser empleado en la taquería es un par de platillos gratis por día. Pero los meseros, cajeras, cocineras, garroteros y cuidadores del estacionamiento no pueden sobrevivir de una dieta repleta de antojitos mexicanos, por más antojadizos que puedan ser.
Los tacos son uno de los platillos más populares de México, en todos los sentidos de la palabra “popular”, es decir, los más baratos de consumir y el platillo con el que más se identifica el mexicano. Pero a pesar de ello, el número de establecimientos dedicados a los tacos registrados en el gobierno apenas rebasa los cuatro dígitos. Esto se debe a que la mayoría son puestos de comercio informal, es decir, que no rinden cuentas al gobierno y que no requieren de inspección de salubridad, porque todos sabemos que la grasita es lo que mejor sabe.
Es conocimiento popular que los tacos “de la calle” tienen un sabor mucho más exquisito que los que están preparados dentro de un restaurante, pero esta es otra de las razones por las que la Taquería Juárez se destaca. No sólo mantienen una limpieza impecable avalada por las certificaciones que les ha dado la Secretaría de Turismo, también logran preservar el sabor tan popular en las calles.
VI
Raúl González, el “viene viene” del estacionamiento de la Taquería Juárez, no es el único conocedor de “La calle del taco” —que en realidad no es una calle en sí, más bien es un sector en el que se concentran varias taquerías y establecimientos de antojitos a tan solo unos pasos de distancia entre sí—, también la conoce una de las figuras más populares de la televisión abierta en México: Margarito, el pequeño señor ranchero que hace reír a todos. Viene desde Aguascalientes al Centro sólo a comer y compartir la tradición de la tortilla envuelta de los tacos de La Mexicana, una carnicería que daba muestras gratis de la carne que vendía para atraer a más clientes, movida mercadotécnica que ocasionó que el nombre de carnicería se difuminara y le ganara el calificativo de taquería. La Mexicana, a diferencia de la Taquería Juárez, sólo vende tacos de carne asada, y a pesar de tener un menú bastante reducido, es también una de las taquerías más antiguas y populares en la Zona Centro de Nuevo León. Establecida en 1957, doce años después que la Taquería Juárez, La Mexicana es uno de los lugares más reconocidos por los vecinos del Centro, no sólo por los deliciosos tacos de asada al momento, sino por toda la imagen que se ha creado en local y su estacionamiento. La Mexicana es sinónimo de color: rosa mexicano, verde fosforescente y amarillo ámbar en las rejas del estacionamiento que comparten con el restaurante Los Frijoles, perteneciente a los mismos dueños de La Mexicana. Pero eso no es todo. Cuando uno sale de su automóvil y va en camino a comer unos deliciosos y humeantes tacos, los adornos no dejan que uno se olvide ni por una mirada que se está en una taquería 100 por ciento mexicana; ni el vocho pintado con un intento de imitación de bordados tarahumaras ni la enorme cantidad de sombreros charros de paja en el umbral del restaurante Los Frijoles ni tampoco la bomba de gasolina iluminada con los tres colores patrios a la entrada del estacionamiento y que gritan: “¡Vengo a comer para sentirme en México, chihuahua!”. Al menos eso es lo que dice el manager de Margarito, que carga al pequeño señor decepcionado hasta su suburban café porque La Mexicana, en domingo, cierra las puertas de su jugosa selección de carnes finas a las 3:00PM.
Margarito venía a disfrutar del olor característico de la carne al carbón, del jugo que emana del bistec una vez que llega a su punto exacto.
A tan sólo unas calles también se encuentra La Rosa Náutica, otra de las antiguas taquerías de “La calle del taco”. A tan sólo un par de años de la fundación de la Taquería Juárez, La Rosa también fue una de las taquerías más populares, pero conforme fueron pasando los años, disminuyeron sus comensales y su fama, por lo que no alcanzó a crecer de la misma manera. La original Rosa Náutica se perdió en las olas del progreso y la industrialización, y a pesar de que sigue funcionando y sirviendo tacos a los que pasan, su clientela se estancó en la nostalgia de aquellos que vivieron el cénit del establecimiento. Pero su nombre sigue vivo en una imitación bastante buena a sólo unos pasos, La Rosa Regia Náutica, vecina de la Taquería Juárez. Ahí se preparan exactamente los mismos platillos que en ambos establecimientos, pero a pesar de ser más barato, y en algunos casos mejor servido, no tiene el ambiente familiar y tradicional que evoca la Taquería Juárez.
No tengo familiares en Nuevo León, ni conocía a nadie cuando llegué a vivir a Monterrey, pero después de cinco años en el noreste de México, puedo decir que descubrí otro de los lugares en los que la tradición culinaria mexicana del siglo XX por excelencia, es decir, el taco, sigue siendo apreciada y degustada como sólo los mexicanos podemos, con un “Quiero Comer de Todo” repleto de enchiladas rellenas de queso y la clásica tortilla roja respirando aceite, los tacos al vapor con el humeante sabor a frijoles, deshebrada o picadillo, la cremosa salsa de aguacate de las flautas de pollo y las únicas e insuperables tostadas rojas de deshebrada con queso encima.


Fotografía de Cristina Guerrero

LITTLE HONDURAS


¿Cómo se convirtió Guadalupe, Nuevo León, en un remanso de la migración centroamericana?

Por Chantal Flores
Ilustración por Cristina Guerrero
Todos se ven iguales. Prietos —no morenos—, cansados, manos curtidas por el campo, piel envejecida por el sol. Algunos parecen backpackers de lejos, con sus mochilas pegadas como caparazones y sus camas ambulantes —sleepings añejos que no transmiten ni un color, sólo olor—. Otros parecen mendigos cargando una bolsa de plástico donde guardan su único cambio de ropa. Todos son migrantes.
Monterrey, símbolo del desarrollo industrial en México, se ha convertido en un punto geográfico importante en la ruta del migrante. Además de ser uno de los principales destinos nacionales de migración interna, cada vez alcanza más importancia como una parada obligatoria para muchos centroamericanos que buscan cruzar la frontera en busca de una vida mejor para sí y sus familias.
Son las 5:00PM y todos los que están esperando entrar a la Casa Nicolás, en su mayoría hombres, comparten la misma historia detrás de esos ojos sin brillo. Algunos vienen de trabajar, otros siguen en busca y otros cada vez se adentran más en el negocio de pedir limosna, estancados en una ciudad que aparenta progreso mientras llega el dinero para continuar en su búsqueda por el sueño americano.
Unos 10 hombres, casi todos de Honduras, están sentados en la sala de televisión en el segundo piso del albergue de migrantes, en el municipio de Guadalupe. En cualquier otro lugar la apariencia física de esos 10 hombres causaría sospecha o sería motivo de discriminación. Todos están descansando, esperando la cena mientras ven la tele apagada y platican sin mirarse las caras. Entre ellos está Janet, quien dejó Honduras y sus cuatro hijos — “ya casados” — hace dos meses y medio.
“No se puede vivir en paz. Hay mucha crisis, no hay trabajo”, dice la mujer de 50 años que lleva tres días en Monterrey, una ciudad que ni existía en su mente. “Uno vive con temor y mejor huye del país”.
En Honduras, uno de los países con menores ingresos en América Latina, más de la mitad de la población está subempleada. Adicionalmente, más del 60 por ciento de los hogares viven en condiciones de pobreza, mientras que los que viven en extrema pobreza superan el 40 por ciento, según datos del, según datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. La situación económica y laboral, más los altos niveles de inseguridad, son algunos de los factores que incitan a los hondureños a salir en busca de mejores oportunidades.
Quince minutos después hay dos mujeres más: Jessica, madre soltera de 28 años que viste de jeans con una chamarra naranja que pretende ser una Reebok, y Britanny Paola, quinceañera que salió de Tegucigalpa hace casi seis meses con un grupo de 18 amigos. Ellas son tres de las cuatro mujeres que están en la casa que asiste a migrantes. Las tres son hondureñas y todas hicieron el mismo viaje que ya hemos escuchado varias veces. Versiones similares, pero no diferentes, con el mismo personaje principal: La Bestia.
“Me vine en el tren, sufriendo fríos, durmiendo en el monte a veces, caminando kilómetros. Traíamos los pies bien llagados de tanto caminar”, comenta Janet, de piernas cortas y torso redondo. El color de su pelo se fusiona con su cara ceniza y reseca, delineada por docenas de arrugas que le cargan más años a su mirada perdida. Ya no tiene ningún rastro de su caída, esa vez que quedó colgada y la arrastró el tren en Puebla. “Es que pasa muy recio. A mí me habían dicho antes que hiciera fuerza para salir para atrás y no me cogiera el aire, las ruedas que succionan”.
Entrando a la casa, después de abrir la reja de rombos y pasar por el patio central, hay dos puertas del lado derecho. Cuando te dicen qué hay detrás de la segunda puerta, se te olvida inmediatamente la primera. Es como si un monstruo estuviera escondido. Se siente el morbo, la pena, la lástima, sólo con pasar y pensar en el hombre que duerme ahí con la pierna amputada. Uno mejor sigue caminando hacia el comedor o las escaleras. Esas cosas nunca se digieren, sólo se ignoran.
Jessica, quien dejó a sus hijos de 11, 8, 7 y 1 año con su suegra, también se cayó del tren. En la estación de Bojay, en Hidalgo, donde es común ver a cientos de migrantes en el lomo de La Bestia. Pasó una semana en la casa del migrante en San Luis Potosí, recuperándose de golpes en todo su delgado cuerpo. Sus manos pequeñas y brazos esbeltos anunciaban esa caída desde antes.
El tren de carga que cruza México de sur a norte causa la muerte de miles de migrantes, en su mayoría centroamericanos. Entre septiembre de 2012 y 2013, 23 migrantes perdieron la vida, según datos del Instituto Nacional de Migración. Otras organizaciones y activistas, sin embargo, afirman que no hay estadísticas exactas.
Aparte del riesgo que implica viajar en el tren clandestinamente, los hombres, mujeres y niños enfrentan constantemente el peligro de ser robados, secuestrados o extorsionados por el crimen organizado, y a veces hasta por autoridades mexicanas. Organizaciones no gubernamentales y defensores de derechos humanos han buscado proteger a los centroamericanos en su paso por el país, exigiendo la creación de un permiso temporal de tránsito para que puedan viajar de manera legal y segura. En 2011 se aprobó una ley de reforma migratoria que reclasificó el sistema de visas y agregó un estatus de “visitante”. Sin embargo, se incluyeron ciertos requisitos, como tener fondos suficientes para cubrir los gastos de la estancia en México, que son casi imposibles de cumplir para la mayoría de los migrantes.
Por otro lado, las autoridades en los países de origen tampoco han brindado ni exigido seguridad para sus ciudadanos. El presidente de México, Enrique Peña Nieto, recibió a principios de diciembre al presidente electo de Honduras, Juan Orlando Hernández, y se comprometieron a fortalecer las relaciones entre ambos países en temas como la migración. La realidad, sin embargo, es que funcionarios de ambos países siguen posponiendo la toma de acciones necesarias, como es el caso de la Ley de Protección al Hondureño Migrante, que sigue estancada en el Congreso Nacional de Honduras. La ley fue aprobada desde el mayo pasado, pero no ha podido entrar en vigencia debido a que está en revisión.
A Brittany no le pasó nada durante su viaje, solo duró más de lo esperado. “No salía tren. Estuvimos 12 días en Palenque, y de ahí, cuando íbamos para Veracruz, nos dejaron botados tres días, y luego… ya salimos”, explica la joven de metro y medio, tez dorada y cara tipo Cabbage Patch. En cada palabra hay trozos de una niña grande ingenua, como si con cada kilómetro que recorrió hubiera perdido una parte de su adolescencia. Cuenta sus días como si fuera una trotamundos, como si todavía no quisiera aceptar que la travesura ya pasó.
—¿Les avisaste a tus papás?
—Sí, sí les avisé… pero cuando estaba aquí en México.
—¿Y qué te dijeron?
—Que por qué me había ido, que me cuidara.
—¿Por qué te quisiste escapar?
—Porque me invitaron, y ya. Que me viniera, que iba a pasar al otro lado, pero me robaron en Piedras Negras y no pude pasar.
—¿Y tus amigos?
—Todos cruzaron. Yo me fui con otro coyote y él me robó. Nos fueron a dejar ahí nomás a que viéramos el río y no nos cruzaron.
Todos sólo pensaron en irse para tener un futuro mejor, para brindar una mejor vida a su familia. Su país los traicionó, su gobierno los ignoró y el dinero los abandonó. “La crisis” sale por la boca de todos como si fuera un ente que acecha constantemente hasta esquinarlos. No queda de otra más que huir. “Mi vida no era muy buena. Sí estaba estudiando, pero siempre también quise tener una mejor vida, y me gustaría ir a Estados Unidos para darle una mejor vida a mi familia”, dice Brittany, la hija más chiquita y la tercera en intentar cruzar la frontera. Su hermana ya se regresó y a su hermano lo acaban de deportar.
El número de hondureños deportados por autoridades mexicanas ha incrementado considerablemente, superando ya a los guatemaltecos. Según cifras de la Secretaría de Gobernación de México, hasta septiembre del año pasado, 26 mil 870 hondureños han sido retornados. Durante el mismo periodo de 2012, la cifra de deportados estaba en 23 mil 543. A pesar de la constante persecución por parte de las autoridades mexicanas, estimaciones oficiales hablan de por lo menos 150 mil centroamericanos que ingresan cada año a México de forma indocumentada. Sin embargo, organizaciones no gubernamentales afirman que realmente son más de 400 mil personas las que cada año atraviesan México para llegar a Estados Unidos.
“Hay que venirse a buscar la vida, a ver qué se puede hacer”, comenta Janet, quien tuvo que vender su tienda de abarrotes antes de partir. “Se sufre, en ese país se sufre. Todo es caro, no hay trabajo, nunca tiene dinero uno, nunca puedes salir adelante. Una crisis total, una pobreza total, una delincuencia total. Estamos perdidos”.
Janet no sabía nada de esta ciudad hasta que llegó y le dijeron que esto era Monterrey. Su destino, como todos, era Estados Unidos, país de sueños quebrantables. Después de la larga travesía para llegar acá, ya no se quiere arriesgar y prefiere encontrar trabajo aquí de empleada doméstica. Para no pagar renta, dice.
—¿32 no hay? ¿Dónde está el 32? —pregunta Janet a Jessica mientras sigue buscando su talla en los montones de pantalones.
—Son 36, 32 no hay ni uno todavía. Aquellos son 36.
—¿Estos?
—Esos son playeras, no sé cómo le llaman…
Janet sigue acomodando la ropa en el mueble de metal que carga docenas de pantalones usados mientras Jessica los ordena sobre la única cama que hay en el cuarto. Las tres hondureñas duermen ahí, una en la cama, las otras en dos colchones, rodeadas de montones de ropa. Brittany Paola, quien está esperando que sus tías que viven en San Francisco le manden dinero para cruzar, las observa mientras come unas Ruffles de queso.
Para estar en el albergue tienen que cooperar con la limpieza de la casa, portarse bien, no fumar ni tomar bebidas alcohólicas y apoyar en varias tareas del hogar. Al llegar, si lo requieren, reciben un pantalón, una camisa o una playera. Janet continúa acomodando los pantalones que fueron donados mientras Jessica, quien lleva 10 días viviendo en la casa, se queja de los de la lavandería que no le pagaron lo que dijeron. “Es bastante pesado el trabajo, digamos, en el aspecto de que no era un salario a lo que nosotros esperamos, porque cuando ellos vienen a buscarnos te dicen que te van a pagar 2 mil a la semana, incluso la alimentación y la dormida, y cuando llegamos allá, ya no”. Jessica sólo fue ese día y luego trabajó dos más en una “recicladora” donde le pagaban 150 pesos al día, pero luego se acabó el trabajo.
A las 6:00AM todos tienen que dejar el albergue para salir a buscar trabajo, generalmente temporal. Algunos se quedan en el Seven-Eleven de enfrente pasando el rato y pidiendo limosna. Otros se van a trabajar con las personas que llegan ahí a ofrecer. “Hemos salido a ver si conseguimos trabajo, pero no hemos hallado todavía. Aquí afuera, cuando nos sacan, vienen algunos a recogerlos, pero casi solo hombres se llevan a trabajar”, dice Janet, quien ha trabajado dos semanas en casa de una maestra en Palenque desde que llegó al país. Brittany lleva cinco días en Monterrey y asegura que también está buscando trabajo, nada más que ahora con un poco más de precaución. Estuvo cinco meses en Piedras Negras ayudándole a una señora en su casa y también en una tienda de ropa, pero luego se tuvo que escapar porque no la dejaba salir y no le pagaba lo que trabajaba. “Siempre me amenazaba que me iba a reportar. Me escapé y me fui para la casa del migrante de allá”.
Son las 7:00PM. La cena está servida: arroz rojo, frijoles, pan y guisado cubren completamente el plato. Como una gran familia, se sientan los más de 40 en dos comedores tan largos que los de las cabeceras tendrían que gritar para escucharse. Todos comen lo mismo, unos en silencio, otros intercambiando palabras. La incertidumbre está presente, la pregunta está en el aire: ¿cuántos serán parte del creciente grupo de migrantes que se quedan en México?, ¿cuántos hondureños seguirán enfrentando en este país la misma inseguridad y pobreza de la que huyeron?
A algunos ya se les vence el número de días que pueden estar en el albergue, otros no saben cuándo tendrán un trabajo y otros pocos siguen esperanzados de que algún paisano les mande dinero. Sus familias esperan; su país cada vez se aleja más.
—No puede estar uno en su país, por eso emigramos casi la mayoría de la gente, porque no podemos superarnos. Nuestro país está muy pobre —dice Janet.
—¿Y usted cree que aquí sí se va a superar?
— Pues a lo mejor, puede que sí… con un poco de suerte, ¿no?
Fotografía de Cristina Guerrero


LA NARCO MÁQUINA YA NO NECESITA CHAPOS

El Chapo Guzmán pertenece a la mitología de los narcotraficantes que mantenían un mando único y abonaban cada día a su propia leyenda. Caído en México el “estado de bienestar”, miles de jóvenes encontraron en la figura del jefe del cartel de Sinaloa un modelo exitoso, patriarcal y violento donde proyectar su presente y su futuro. Pero el narcotráfico, dice la Doctora en Ciencias Sociales Rossana Reguillo, puede ya vivir sin los grandes capos: en su transformación neoliberal, la narco máquina distribuye liderazgos, terceriza las ejecuciones y privatiza el manejo del dinero. 



Ilustraciones: Alejandro Cohn

El apodo de quien fue hasta el 22 de febrero el hombre más buscado por los gobiernos de México y Estados Unidos se filtraba en chistes, comparaciones, anécdotas, alucinaciones, fantasmas y relatos de la ficción diaria armados por los mexicanos que padecen el narcotráfico como un cotidiano que se respira. Mucho antes de ser atrapado Joaquín Guzmán Loera devino leyenda, mito, modelo y figura clave en el mapa-horizonte cultural y social. Su sombra infectó las imaginaciones de miles y miles (no exagero) de jóvenes que en el México del quiebre del estado de bienestar, se decantaron por la narrativa violenta, exitosa, patriarcal que, con la colaboración de los medios de comunicación, se fue construyendo sobre el capo del cartel de Sinaloa.


“Hoy más que nunca dale like y comparte la imagen si apoyas al cartel de Sinaloa”, dice la foto que multiplica me gusta y compartidos en Facebook. En el pie se lee: “Por un México sin secuestro y sin extorciones”. Uno de los que posteó la foto es Dámaso López, el Mini Licenciado o Mini Lic, a quien muchos ya postulan como el sucesor del Chapo al frente del cartel. El Mini Lic tiene veintitantos años y es hijo de Dámaso López Nuñez, “El Licenciado”, un hombre clave en la estructura liderada por Guzmán. El Mini Lic lidera una red de jóvenes del cartel que en las redes sociales operan bajo el nombre de Grupo Antrax o Los Antrax.

Esta esa especie de chapitos (y a los que nombro así, acudiendo al famoso “Dr. Simi”, cuyas farmacias similares han sido un éxito de exportación: lo mismo pero más barato) ostetan en sus cuentas de facebook, twitter o instagram, falsas o verdaderas relaciones con el “Señor de la Montaña”, su admiración sin límite por ese “héroe del Siglo XXI”. Esta fascinación se puede palpar, no sólo en las calles de Culiacán, con las camionetas negras o blancas, blindadas o no, atestadas de jóvenes que transitan por las calles con el sonido de los narcocorridos a todo volumen; hay que hacer el ejercicio –extremo- de analizar los foros de youtube, que se han convertido en el espacio para dirimir las peleas entre grupos rivales e insultar a “los contras” o “al enemigo”, como se llaman entre ellos. No es raro encontrar, entre los cientos de comentarios que aparecen, por ejemplo en el narco corrido sobre la boda del Chapo, comentarios como éste:

“No seas pendejo el chapo es el héroe del siglo XXI ya que con su negocio de traciego de droga da empleo de manera directa e indirecta a gran numero de la poblacion y los politicos tienen empresas que solo te pagan el mendigo salario minimo y con los narcos ganas mas siempre y cuando no sean lo parasitos impostores de lops zetas ya que esos parasitos si dañan a la poblacion esa es la diferencia pendejo con pancho villa y si no te gustan los narcocorridos no los escuches y ya deja de hablar” (sic)

Y así, en una cascada interminable de envíos y reenvíos se elogia al personaje, se hacen pactos, se insulta, pero sobre todo, se hace visible que el Chapo es muchos; el Chapo se ha hecho legión.

Nacido en la legendaria localidad de Badiraguato, a pocos kilómetros de Culiacán (y a la que nunca he podido llegar, porque tengo mal tino y en cada intento resultaba “peligroso”), Joaquín Guzmán Loera, el Chapo, anda en sus 55, 57 o 60, según se acuda a los datos de sus difusas biografías. De ser cierto, estamos frente a un aries, del que se dice que es de naturaleza masculina y aguerrido personaje. Casado muchas veces, con hermosas mujeres cercanas a su círculo, fue convertido rápidamente en adalid del triunfo, del exceso, de las ansias de futuro, de la irreversible conquista del negocio redituable en detrimento del negocio justo. Figura emblemática, propiciada en gran medida por la prensa y la industria del narcocorrido y de ese gen en la cultura mexicana que tiende a exaltar a los antihéroes, a los líderes, a los mesías. Con el Chapo, cobró fuerza el imaginario del consumo suntuario, de la buena vida y el pacto total con la muerte prematura, esa cita que se cumple gustosamente a cambio de los minutos de poder y gloria. La marca Chapo, desde su escape de Puente Grande, fue creciendo hasta llegar a la lista de Forbes, que sin empacho restriega la fortuna de los millonarios de este mundo.

Ahora, el Chapo tendrá que terminar de cumplir aquella condena de 12 años, de los que le quedan tres. La Fiscalía dijo que trabaja para incorporar en el expediente de Guzmán las acusaciones acumuladas desde que el capo se fugó de prisión en 2001: delitos de delincuencia organizada, contra la salud, contra las leyes sobre armas y operaciones con recursos de procedencia ilícita, entre otros. El rumor de que estamos frente a un falso Chapo, alcanza ya proporciones mayúsculas. Y al mismo tiempo es casi un hecho que lo extraditarán. Ese ídolo, ese héroe del Siglo XXI, respetado y venerado por miles, enfrenta en los Estados Unidos, varias causas en Arizona, Illinois y Texas, por delitos que van desde lavado de dinero a crimen organizado, secuestro y tortura. Pero es en Chicago, donde según datos del Chicago Tribune, enfrenta cargos por traficar con dos toneladas de cocaína al mes entre 2005 y 2008, y de utilizar esta ciudad para la distribución de droga de Filadelfia a Vancuver. En 2013, fue boletinado como Enemigo Público Número Uno, “honor” que no se daba a nadie después de Al Capone.

Su destino es incierto, pero no hay que olvidar que un 19 de enero de 2001, el Chapo salió caminando y protegido de la celda 307, módulo 3, de la cárcel en Guadalajara.

El Chapo es más que el hombre que detienen, es un lenguaje, una forma de actuar, un símbolo, una metáfora del devenir país en llamas, práctica ilegal, sobre entregado, amenaza velada y castigo ejemplar. Quizás lo que ignoramos, si es que aceptamos que ha sido capturado (y no es un clon que nos asesta la cuestionable justicia mexicana), es que el día de su arresto, nada o muy poco ha mejorado. Su impacto cultural es ya una manera de entender el México contemporáneo.
***
No resulta fácil pensar, analizar, interpretar lo que significa la supuesta detención de Guzmán, presentado como la cabeza, el centro neurálgico, el artífice, el estratega del llamado Cártel de Sinaloa o del Pacífico. Su caída fue primero un rumor y luego una noticia de la Agencia AP, confirmada de manera tan sorprendente como patética, por el expresidente Felipe Calderón desde su cuenta de Twitter. Más tarde lo reconfirmó el presidente Peña Nieto. Hasta llegar a la sobria declaración, en el hangar de la Secretaría de Marina, del actual titular de la Procuraduría General de la República, Jesús Murillo Karam y, la presentación sin presentación del capo sometido. Toda esta parafernalia puede entenderse sólo en la medida en que pueda entenderse cómo creció la leyenda y especialmente, “la marca” Chapo Guzmán.
Fotografía de Alejandro Cohn
Esa altivez en el anuncio de su aparente detención, no ayuda a prefigurar lo que sigue, porque a lo largo de los años, el modelo de negocio de los grandes grupos del tráfico de drogas mutaron en su estructura, en sus formas organizativas, en su creciente poder de corromper las instituciones. Que el Chapo sea el centro del crimen organizado y su liderazgo único, es algo es difícil sostener. La narco máquina aprende y en su devenir neoliberal ha sabido incorporar, reinterpretar, utilizar dos claves importantes: los liderazgos distribuidos y, especialmente, la tercerización de sus actividades (se contratan sicarios ad hoc, se delega a otro grupo el manejo del dinero, se encarga el contacto internacional y así, tercerizando).


Que su detención es un golpe mediático a favor de la muy cuestionada gestión del llamado “nuevo PRI” en torno al combate al narcotráfico, es indudable; que significa para el Presidente Peña Nieto un bono de alto calibre, es cierto; que el sábado 22 de febrero de 2014, la noticia de su supuesta detención, apagó lo que debería ser una noticia más importante por lo terrible, la masacre de al menos 20 personas, viejos y niños incluidos en una comunidad de Guerrero, en Tierra Caliente por parte de lo que se presume un comando armado del crimen organizado, es ya un dato irremediable.

No es fácil en este país atender las prioridades cuando vivimos a salto de mata entre un acontecimiento límite y otro peor, otro más terrible. Pero, más allá del impacto mediático, de los muchos perfiles del capo, las preguntas que se siguen nos obligan a mirar ahí, a ese espacio social, cultural, político que acogió, arropó, cultivó, el relato magnífico y terrible del poder total. Debemos mirar hacia la narrativa que exaltó el modelo de triunfo, del arte de la fuga o la evasión, de la riqueza y los amores profusos que han acompañado y envuelto el aura del gran capo –comparado, a mi juicio de manera extraña, con Pablo Escobar-.

Del Chapo de carne y hueso supimos muy poco en los últimos años. De Pablo se pudo hacer un libro, una telenovela; del Chapo, difícilmente. Su pista es tan difusa como el terror que deja fosas clandestinas a su paso, que nos entrega cuerpos colgados en los puentes o cuerpos imaginados en una cocina en Tijuana. Lo que queda, si es que efectivamente ha sido detenido, es el rastro de los narcocorridos escritos y cantados para exaltar su historia, algunas notas de prensa en las que se reseña que “casi” lo encontraron o las que aluden a su vida amorosa, a sus bodas, a la ostentación con la que viven sus hijos. Al Chapo le falta carne para protagonizar una novela, porque su personaje está pensado para otros afanes: las del enemigo difuso, las del enemigo glamoroso que ocupa las listas de Forbes y, especialmente, la de la narrativa de “los más buscados”, esa suerte de ficcionalización que nos mantiene atados a la silla, pensando que quizás, con su captura, la vida cotidiana sea un poco menos lúgubre o sangrienta.

El Chapo es una marca y desgastada. Le arrebataron el reinado de la imaginación delirante: La Tuta, esa marca registrada que hoy lidera a Los Caballeros Templarios o, El Más Loco o El Chayo, ese ya erigido en santo (San Naza), que fundó a La Familia Michoacana, sus aliados primero y luego, sus enemigos (como sucede en los negocios). El Chapo, y quizás sea temerario afirmarlo, pertenece ya a esa mitología de los capos, como Osiel Cárdenas, líder del Cártel Golfo y artífice de los temibles Zetas (enemigos de todos), que mantenían un mando único, de trueno, y abonaban cada día a su propia leyenda. A Osiel y a Caro Quintero (antecesor del Chapo en la estructura del grupo de Sinaloa), les favorecía el personaje que construyeron –con esfuerzo-, en el día a día de las comunidades; el Chapo, se construyó a golpes de propaganda, a la sombra de la página de los más buscados y, claro, a partir de su efectista escape de la cárcel en mi ciudad, mal llamada Puente Grande.

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En la capilla del Santo Malverde, ese santo sin papeles que ha eludido el copy right de la iglesia católica, el calor de octubre pega a sol de plomo, tomo fotografías y converso con Jesús González , heredero del culto a Malverde, administrador, pastor y gerente de la capilla. Me dice que Malverde es el santo de todos, no nada más de los narcos: “ya ve que ellos andan fuera de la ley y pues él también andaba fuera de la ley; y el gobierno no lo podía encontrar. Por eso yo creo que ellos se identifican con él, le piden que los esconda del gobierno”, explica, “pero hasta ahí”. Durante esta pequeña visita etnográfica, no puedo dejar de escuchar la conversación de las dos mujeres que venden los escapularios, las veladoras, las imágenes del Santo, con un joven que andará sus 16, no más: cachucha infaltable y pantalón a la cadera, se persigna frente a una de las imágenes del Malverde popular y una de las mujeres le dice:


-Qué, ¿ya te salistes de eso?

-Psss, ¿la verdad?, pos no, pos no puedo

-Pues deberías de pensar en tu mamá, con tanto problema, la pobre.

-Mmm…

-Y ora ¿que venistes a pedir?

- No pos por eso, por mi jefa y para ayuda en un jalecito que me encargaron.

El muchacho abandona la frescura de la capilla para salir a la calle. Entran más, en grupos de dos o tres muchachos, una señora se dirige rapidito a prender una veladora ante otra imagen de Malverde y murmulla lo que parece ser un nombre, se persigna y sale abatida, con el cuerpo arrastrando una pena, un dolor, un muerto quizás o un fantasma que le quita el sosiego.

En el 2011, Culiacán concentró el 66 % de las ejecuciones vinculadas al crimen organizado en Sinaloa. Se trata de ejecuciones con extrema violencia y el 20% de las víctimas tenía entre 21 y 30 años de edad. A estas muertes el gobierno las llama: “Fallecimientos por Rivalidad Delincuencial”. Ese fue el discurso dominante de la administración de Felipe Calderón: “se matan entre ellos”. Esos “ellos” convirtieron al país en un cementerio ambulante, con 48 muertos al día en los años más duros 2010-2011: un muerto cada media hora. La estadística del horror, dice que en México, los asesinatos son la sexta causa de muerte pero la primera entre los jóvenes. Y es falso que se maten entre “ellos”. La historia de las víctimas fatales que nada tenían que ver con el crimen organizado no ha sido contada todavía.
Ni el Chapo, ni Osiel Cárdenas, ni el Señor de los Cielos, ni la Tuta, dispararon directamente las metralletas ni los rifles de asalto, pero es indudable que sus “carismas” contribuyeron a construir un paisaje en el que la muerte tiene permiso.

***
¿Qué significa encerrar a un capo? ¿El ocaso de su poder? ¿La melancólica añoranza de las glorias perdidas? Parece que en los casos de los súper narcos mexicanos (y los colombianos), las cárceles han servido para incrementar su poder y hacer crecer su estructura criminal. Pasó así con Osiel Cárdenas, líder del cartel del Golfo, que desde el penal de La Palma (hoy llamada Altiplano, la misma en la que está desde el 22 de febrero el Chapo), siguió operando con la misma comodidad con que lo hacía desde sus ranchos o sus casas. Hasta que el 19 de enero de 2007 fue extraditado a las Estados Unidos, para enfrentar 17 cargos en una corte de Houston, Texas. Después no se supo más y el cartel del Golfo y su brazo armado, los Zetas, con los que romperían por “discrepancias” en el negocio, mutó, se volvió más sangriento.


La misma historia se repite con el Güero Palma, socio y amigo del Chapo Guzmán. Presos simultáneamente en la cárcel de máxima seguridad en Puente Grande, fueron afianzando su control sobre su organización, llamada, por el gobierno de los Estados Unidos, “La Federación”. Dicen que un empleado del Juzgado Cuarto de Distrito en materia penal dijo en voz baja que al Güero lo habían remitido por narcotráfico, pero “no nos consignaron ni un gramo de enervante, también incluyeron homicidio, pero no hay muerto y portación de armas pero ni siquiera una resortera nos enviaron. El único delito que tiene es por daños en propiedad ajena dados los destrozos que provocó su avión al caer”. No obstante fue extraditado y acusado de traficar con 50 kilos de cocaína. Cincuenta kilos.

Otros socios del Chapo, como Ignacio Coronel, que vivía en Guadalajara, fue abatido por las fuerzas federales en un oscuro operativo el 29 de Julio de 2010. Y otros importantes colegas como Juan José Esparragoza, alias El Azul, un veterano capo de la sobrevivencia y el escape; Ismael El Mayo Zambada (que fue entrevistado en “algún lugar de la sierra” por el reputado periodista Julio Sherer), sigue firme en la estructura de mando; y Arturo Beltrán Leyva, El Barbas, uno de los Beltrán, primero amigos y luego enemigos jurados del Chapo, fue abatido en un operativo de un cuerpo élite de la Marina (la misma que capturó al Chapo), en 2009 y exhibido en un macabro montaje (del que ninguna autoridad se hizo responsable): semidesnudo y ensangrentado, con el hombro y una muñeca desprendida, le pusieron billetes (pesos y dólares), rosarios, un santo y otros elementos religiosos sobre el cuerpo. La Marina negó que sus oficiales hayan preparado esta performance de muerte, pero es indudable que esta “representación” constituyó un claro y alarmante mensaje: en su llamada “guerra” contra el narco, la administración de Felipe Calderón, asumía la misma estética y lenguajes del narco.

Extraditados, encarcelados con privilegios, atravesados por las balas contrarias o abatidos por las fuerzas policiales, los capos se van, pero vienen otros.

Hoy, vi pasar cuatro vehículos artillados, con federales luciendo uniformes camuflados y encapuchados; mientras escribo esto, un helicóptero de la policía ronda casi a ras de suelo, con uniformados armados. Hay temor, se percibe, de lo que puede desatar la captura del Chapo.
  Más información en http://www.revistaanfibia.com/cronica/la-narco-maquina-ya-no-necesita-chapos

UN DÍA CON UN PAPARAZZI

Viven de perseguir celebridades, y las grandes estrellas del cine son sus favoritas. El cronista Juan Fernando Hincapié estuvo toda una jornada con un fotógrafo que tenía ese día entre sus planes perseguir a Ben Affleck y Jennifer Garner. ¿Cómo viven estos personajes que tanto atormentan a los famosos?

Fotografía de Alejandro Cohn
"En términos prácticos, una estrella de cine es aquel artista que puede generar ganancia en taquillas sin importar la calidad de la película en la que aparezca. Son tan escasos que hoy en día hay menos de diez actores que pueden acceder a este rótulo”. Esto escribía Truman Capote en el año de 1956. Estaba en Japón y seguía a Marlon Brando. Cincuenta y cinco años después es viernes, y del otro lado del Pacífico, en Santa Mónica, California, pienso en esta cita, en Capote, en lo elegante y glamuroso que era todo antes, mientras espero a que el paparazzi me recoja. 

Faltan diez minutos para las siete de la mañana y ha quedado de pasar por mí a las siete. De un tipo que vive de llegar primero a todos lados no se puede esperar otra cosa que puntualidad castrense. Apuro el segundo café del día y termino de arreglarme. Se me ocurre que podemos comenzar definiendo qué es una celebridad. ¿Es lo mismo que una estrella de cine, que un famoso? ¿Son excluyentes? ¿Hay estratos dentro de las estrellas? En términos más sencillos, lo que quiero saber es qué se necesita para que él, Pablo Nieman, tucumano de nacimiento, paparazzi de profesión, dispare el obturador.


Minutos después no tiene problemas en contestar: “Si uno ve a una celebridad, le toma una foto, punto”. Más adelante ejemplifica: “Helen Hunt, ¿la conocés?... A esa uno nunca pierde el tiempo esperándola porque a veces se queda dos, tres horas en un café y esa foto no sirve. Ella no vende”. Demuele a la actriz ganadora del Óscar y continúa: “Por más que sea una actriz de muy alto nivel, acá lo que sirve es la gente que está de moda, la que las revistas quieren”. 


Las revistas que pagan por este tipo de fotografías son seis, al menos en Estados Unidos: People, US, OK, Star, Life and Style, In Touch. En cada una de ellas, Pablo Nieman tiene un historial de publicaciones. Lo usual es que los paparazzi trabajen con alguna agencia que negocia el material con los blogs y las revistas. La división de porcentajes es más o menos 30 para la agencia, 70 para el paparazzi. Las revistas, que salen todos los miércoles, se quedan con las mejores fotos. Algunos paparazzi trabajan de manera exclusiva con una agencia, otros son free lance, como Pablo, que se guarda algunas de las fotos y las vende aparte. Pueden pasar meses y él todavía recibirá dinero por reimpresiones de su trabajo en revistas extranjeras. Uno de sus proyectos a futuro es fundar su propia agencia. Sobre sus ingresos mensuales, pregunta que rehúye una y otra vez, zanja en un promedio de 7000 dólares. Su cámara, un monstruo de al menos cuatro kilos que me atrevo a cargar en un momento de la mañana, marca Canon EOS-1D Mark IV, tiene un precio de 6000 dólares y siempre está en el maletín en el asiento trasero de su carro. Los lentes tienen más o menos el mismo precio de la cámara.



Un par de sorpresas


A las 7:15 de la mañana, el paparazzi argentino ya me ha sorprendido dos veces. Primero, tengo que confesar que para efectos de caracterización confiaba en que llegara tarde. No ha sido así: 6:59 y su vehículo ya está parqueado afuera del hotel. Nos damos la mano. Es un tipo grande, más de 1,90. Alrededor de 40 años, tez blanca, robusto (después me enteraré de que ha jugado rugby por más de 20 años). Viste con sencillez pero con corrección: zapatos tenis, jeans, una camisa azul oscura remangada en ambos brazos. Es calvo, tiene los ojos verdes y una barba de un par de días. La segunda sorpresa es el estado en que encuentro su vehículo: nada fuera de lugar, todo limpio y ordenado. En mi imaginario, un paparazzi era un tipo recio que no tenía tiempo para nimiedades como limpiar su carro y cumplir una cita. No es su caso. Es un tipo duro —o da esa impresión— pero tiene tiempo para organizar sus asuntos. En el espacio que nos separa están sus implementos de trabajo: un teléfono celular, un walkie-talkie, las notas con la información de los famosos (direcciones, rutinas, número de las placas de sus carros) que habitan Brentwood y Santa Mónica. Hay una gorra de color gris, también, que se pondrá al revés para salir del carro a tomar las fotos, y al menos 20 monedas de 25 centavos por si hay que parquear en la ciudad. 


—¿Qué tal un cantante? —pregunto y él asiente mientras conduce por la Ocean Avenue y mira su celular. De repente, frena de manera brusca. Le ha parecido ver el carro de la actriz Renée Zellweger. Vuelve a acelerar, pero revisa sus notas en busca del número de placa de la protagonista de El Diario de Bridget Jones. No lo encontrará y no recuerda mi pregunta.


Entiendo que esta es su forma de trabajo (frenazos, aceleraciones bruscas, gritos por el celular y por el radio) pero me propongo ampliar el espectro. Es evidente que en cinco décadas ha habido muchos cambios. Adiós elegancia, adiós glamur: aquí lo que importa son las reglas establecidas por las revistas que uno hojea mientras hace la fila en el supermercado. Esa ha sido su gran contribución a la humanidad: que uno no se aburra mientras hace fila. Halle Berry pasea a su perro y olvida recoger el popó. Harrison Ford sale sudoroso del gimnasio. Charlie Sheen se emborracha de nuevo. Esto es lo que vende y a esto hemos llegado. 


—¿Le tomas foto a algún atleta? 

—Sí, pero atletas no… Pete Sampras vive por acá… Y no vende a menos que esté con la esposa, que la esposa es una actriz, pero no, tampoco…


A todo esto, se acerca la hora en que Jennifer Garner (Houston, 1972), la primera víctima del día, conduce a una de sus hijas a la escuela. Garner protagonizó la recordada serie Alias, que le abrió las puertas de Hollywood, en donde ha salido en más de una docena de películas; también es productora y también es la mujer de Ben Affleck. Como si esto no fuera suficiente, está embarazada. La razón para acecharla radica en que estamos en el viernes que antecede a Halloween, y a lo mejor los niños irán disfrazados a la escuela. Nada mejor que robarles una foto al sonriente niño y a su preñada madre. Esa es la fotografía que vende: la del famoso haciendo algo inusual. Pablo sigue su recorrido por las calles de Brentwood y por los atletas famosos. John McEnroe también vive por ahí pero no vende; el que vende de veras es David Beckham. Ese sí vende.


Lo de Beckham


Después de saludar a otro paparazzi (peruano este) que ya está en el lugar de los hechos y preguntarle por las placas del Mini Cooper de la Zellweger, parqueamos en una calle lateral. El peruano hace que consulta sus notas, Pablo me advierte que esto no es usual, la colaboración entre colegas, y finalmente el peruano da unos números que no corresponden con los que el paparazzi ha memorizado.


Mientras esperamos, el paparazzi me cuenta que el pasado fin de semana el futbolista inglés le tiró un pelotazo. 


—¿Un taponazo? —tengo debilidad por este vocablo.


Asiente, y comienzo a darme cuenta de que una de sus virtudes es que se puede comunicar con propiedad con todo el mundo. A lo largo del día lo oigo hablar español, inglés y una mezcla de ambos. A pesar de alguna incorrección lingüística (editación, What a idiot!, el verbo mover por mudar, entre otros), todavía asibila las erres como un tucumano y, en términos generales, se expresa con eficiencia.


Ese sábado, Pablo Nieman llegó temprano a la cancha en la que los hijos del entonces futbolista del LA Galaxy practicaban fútbol, les robó unos sets de fotografías, el inglés se enojó, tomó una pelota y con su legendario pie derecho le apuntó al argentino. Estoy seguro de que falló a propósito; él sentencia: “¡Ojalá me hubiera pegado!”. 


Jennifer Garner se demora un poco más de lo usual, pero llega. Desde la distancia vemos cómo, una vez su hija no disfrazada se baja, tiene problemas para sacar su vehículo en reversa, tal y como Pablo predice. Para decirlo con un colombianismo: es buñuela. La seguimos. Además de nosotros y del peruano, a la persecución se ha sumado un paparazzi inglés, Jason, quien llegó hace cinco años con la familia Beckham. Cambiándonos permanentemente de carril, rebasándonos los unos a los otros y dándonos otra vez paso, seguimos la SUV negra marca Mercedes de la familia Affleck-Garner. En cierto punto de la avenida Montana, Pablo me informa que si por la siguiente cuadra la mujer de Ben Affleck dobla a la izquierda, no hay nada que hacer, seguirá hacia su casa, pero que si continúa, como en efecto sucede, todo indica que irá por su café matutino a la zona comercial de Brentwood. La tiene bien estudiada. Trabaja con ella, según dice, como si en realidad trabajaran de manera mancomunada.


Brentwood y Santa Mónica, estas son las zonas de mayor influencia de Pablo Nieman. Cada día gasta por sus calles 20 o 30 dólares de gasolina. Allí es donde están sus colaboradores, empleados de valet parking, de restaurantes. Por cada alerta de celebridad paga 50 dólares. Por ejemplo, ayer lo llamaron de un puesto de revistas distante cuatro cuadras de su casa (también en Brentwood pero no de ese lado de Brentwood): Katie Holmes hojeaba revistas como si fuera cualquier hija de vecina. Para cuando Nieman llegó apresurado, pasándose semáforos en rojo e irrespetando señales de Pare, la madre de la hija de Tom Cruise se subía a su carro. Nada que hacer: le debe dinero al soplón. Por más preparación y notas que se tengan, la suerte sigue y seguirá siendo un factor fundamental en este negocio. Trata de evitar Beverly Hills a menos que esté persiguiendo a alguien. La zona de cafés y restaurantes de Beverly Hills es pequeña, estrecha y está llena de policías. No se puede parquear, no se puede cruzar la calle por la mitad: todo equivale a multa (por cierto, tiene un auténtico prontuario en este sentido. Lo máximo que ha pagado: 800 dólares). Los paparazzi que trabajan Beverly Hills lo hacen en su mayoría a pie, y esto no le gusta al tucumano, quien prefiere hacerlo de lejos y rápido (“Es de la vieja escuela”, dirá el paparazzi inglés cuando le pregunte por él). Nada de estar mostrando la cámara en la calle. Esta solo se usa cuando es necesario, estoy a segundos de comprobarlo.


La Garner encuentra un lugar para dejar su carro al costado derecho de la calle, al frente del café. Esto es bueno, pues tendrá que cruzar de ida y de vuelta. Los tres carros que trae atrás (el Toyota Prius del peruano, el Mazda 3 del londinense y la imponente Chevy Suburban de Pablo) nos detenemos de manera apresurada. Es en este momento que comienza la adrenalina. Nieman, que con agilidad ha echado mano de su gorra y de su cámara, sale como un rayo. El fotógrafo que nos acompaña en el recorrido (Armando, salvadoreño) trata de salir, pero su puerta está con el bloqueo para niños. Yo me abalanzo sobre el comando que está en el costado de Pablo, para tratar de desbloquearlo, pero no logro nada. Sin saber cómo, Armando ha saltado como un gato y corre hacia su posición. Esto es lo que sienten los sicarios, no tengo dudas.


Ambos vuelven riendo, me muestran lo que han hecho y todos nos aprestamos para cuando salga la celebridad, lo cual sucede al cabo de unos minutos. En el recorrido de vuelta todos logran el mejor ángulo, pero el peruano se le atraviesa al tucumano. “No pasa nada —declarará Pablo después—, pero esta es la gente que arruina este negocio. ¿Qué necesidad había de ponerse en su cara?”. Jennifer Garner le gritó al peruano “Go away!”. Los paparazzi vienen a hablar con nosotros.


Al peruano nadie lo quiere, no tardo en darme cuenta. El inglés es buena onda, y no lo digo por lo que dice cuando la Garner da la vuelta y sale para su casa y nadie la sigue (“Oh, fuck herself”), sino porque en realidad me cae bien. Deja saber que Beckham es un grandísimo hijo de puta, pero cuando comento que además es tronco, me recuerda el gol que le marcó a Faryd Mondragón en Francia 98. A lo largo de la mañana, cuando nos separamos, le envía mensajes de texto a Pablo: “Llo chupo panocha”, “Chupa mi pita”, entre otros. Está aprendiendo español.


Hora de un pie


El término paparazzi proviene de un personaje de la película de Fellini La Dolce Vita (1960); en ella, un fotógrafo llamado Paparazzo, palabra que en italiano significa mosquito que circunda la bombilla, persigue a las celebridades europeas. Nieman desconoce este pedazo de información. A las nueve de la mañana, Alyson Hannigan, la chica de la flauta de American Pie, suele dejar a su hija en el colegio. Hacia allá nos dirigimos y aprovecho para preguntar una ráfaga (en pobre semejanza de su sofisticada cámara, que dispara doce fotos por segundo).


—¿Admiras a esta gente? ¿Ves películas? ¿Te gustan?

—Yo no veo películas… Yo no… Hay muchas celebridades a las que conocí en este trabajo que no sabía qué hacían.


Pablo Nieman es un tipo pragmático. No desempeñaría una labor que no le diera dinero. No lee, no ve películas, no sigue las noticias de Argentina. “Estoy muy desconectado”, afirma. Ha tenido todos los trabajos posibles en 20 años de vida en Los Ángeles, adonde llegó con 20 años y con 20 dólares en el bolsillo. Los primeros días durmió en una estación de trenes, se amarraba el cinturón al brazo, y este a la maleta para evitar atracos. Hoy, además de su trabajo como paparazzi, tiene una compañía constructora. Se casó hace un lustro con una iraní y tiene dos hijos, de 3 y 2 años: Noah y Seven. Me muestra una fotografía, pero no le gusta cuando le comienzo a hacer demasiadas preguntas en torno a su familia.


Esperamos a Alyson hasta cuando es claro que no va a llegar. A lo largo del día nos sucederá lo mismo con Marcia Cross (la pelirroja de Desperate Housewives), con Simon Baker (el mentalista, cuyo origen australiano hace que sus fotos vendan bastante bien) y con Alessandra Ambrosio (modelo brasileña, favor googlear). Convenimos en dar una vuelta por Beverly Hills.


Paseamos por las casas de los obscenamente ricos. Estamos en el barrio de Sharon Stone, de Kate Hudson. Conducimos hasta la casa de Jessica Alba. Topamos el carro de unos paparazzi chinos afuera; no hay nada, parece que no está. Vamos a la zona comercial de Beverly Hills. Saliendo de allí, Pablo jura que vio pasar a Keanu Reeves en su motocicleta. Acelera a fondo y con toda la pericia de su conducción lo alcanzamos en un par de millas. No es Keanu Reeves, pero es un tipo que se parece mucho a Keanu Reeves, que tiene una motocicleta idéntica a la de Keanu Reeves y que viste igual a Keanu Reeves. Lo dejamos ir pero lo insultamos en la mente. Qué se va a hacer.



Los paparazzi al dentista


Pablo recibe una llamada. Es Jason, advierte que la Garner salió de nuevo y que ya trae una cola de seis paparazzi. Los alcanzamos y dadas la calle y la dirección que llevan, Nieman comenta: “Está llevando a la nena al dentista”. Y así es: logramos buenas fotografías a la entrada. La mayoría de paparazzi se quedan en el dentista; nosotros vamos en busca de un lugar tranquilo para que Pablo pueda bajar las fotos a su computadora, editarlas y enviarlas. Me dice que está en capacidad de editar 2000 fotos en 45 minutos. Le creo.


Me sorprende enterarme de que, pese a que la mayoría de paparazzi son de origen hispano (de los 100 que más o menos hay en la ciudad, según Nieman, un 70 % son argentinos, hondureños, mexicanos, ¡hasta un boliviano!), no hay ningún colombiano. Ningún compatriota, pues, que se sepa, se le ha medido a este oficio. Y por si alguno lo está contemplando, he aquí una lista simplificada de lo que, a mi juicio, se necesita: carro, buena cámara y teléfono, indispensables. No es obligatorio saber tanto de fotografía, en realidad, pero se necesitan cualidades de portero, de taxista y de vago de barrio. De portero, para los plantones de horas y horas (Pablo cuenta que le ha tocado mear en botellas); de taxista, para conducir como un buen taxista bogotano, esto es, cometiendo infracciones que pasan inadvertidas; y de vago de barrio, para poder interactuar con los colegas de profesión, para ganarles en viveza. Otros factores que hay que tener en cuenta son el estatus migratorio (casi todos son residentes con permiso de trabajo; hace poco deportaron a un brasileño) y el horario de trabajo: hay que madrugar todos los días y aguantar en jornada continua hasta las tres o cuatro de la tarde. A esa hora, el paparazzi me dejará en mi hotel. Las fotos de noche no interesan a las revistas. La mayoría descansan los lunes, razón por la cual Nieman trabaja ese día y prefiere descansar martes o miércoles. Comoquiera, al vivir en ese barrio, no hay día en que salga de casa sin su cámara. Por último, hay que manejar este breve vocabulario. Doorstep: parquear afuera de la casa del famoso en espera de acción. Go fishing: dar vueltas y más vueltas en espera de algo. Gang-bang: aglomeración de paparazzi en clara pugna por lograr la mejor fotografía del famoso.



Mediodía y así estamos


Estamos un poco hartos de Jennifer Garner, pero, como nadie más aparece (“Hay días en que uno se va en blanco”, advierte Nieman), llegamos con sigilo al sitio en que la mujer embarazada que hemos seguido todo el día almuerza con una amiga, el Café Montana. Esto claramente será un gang-bang, pues hay al menos diez tipos con cámaras afuera del establecimiento. Más adelante preguntaré si no tienen algún conflicto con seguir todo el día a una mujer en estado de embarazo. La pregunta era para Pablo, pero es Armando, el fotógrafo salvadoreño que nos ha acompañado todo el día, quien se apresura a contestar:


 —Imagínate, ese niño va a salir espantado —se carcajea.


 El tucumano entra en un largo monólogo. Dice que él no es de hacer eso; que, en otras condiciones, se hubiera ido. Que a ellos —a los paps, como les dice— nadie los quiere. Que en Latinoamérica todos creen que es un gran trabajo, y que no lo es tanto. Que ha pasado que, mientras les toma fotos, se han acercado a pedirle que por favor no lo haga, y él ha obedecido. También ha pasado que la celebridad posa a propósito para regalarle una buena foto (los más bacanes: John Travolta y John Voight). Todo le ha sucedido a este hombre, da la impresión. 


Y, de pronto, si estuviéramos en un mundo un poco mejor, la historia de un inmigrante tucumano al que no le ha tocado fácil pero se la ha rebuscado, que ha sido instructor de karate, actor de reparto en películas de bajo presupuesto, vendedor de finca raíz, padre de dos niños trilingües (a quienes, por cierto, tiene que ir a recoger) sería más interesante que Jennifer Garner chorreándose la ensalada mientras diez hienas la esperan afuera. Pero así estamos.