Viven de perseguir celebridades, y las grandes estrellas del cine son sus favoritas. El cronista Juan Fernando Hincapié estuvo toda una jornada con un fotógrafo que tenía ese día entre sus planes perseguir a Ben Affleck y Jennifer Garner. ¿Cómo viven estos personajes que tanto atormentan a los famosos?
Fotografía de Alejandro Cohn |
"En
términos prácticos, una estrella de cine es aquel artista que puede generar
ganancia en taquillas sin importar la calidad de la película en la que
aparezca. Son tan escasos que hoy en día hay menos de diez actores que pueden
acceder a este rótulo”. Esto escribía Truman Capote en el año de 1956. Estaba
en Japón y seguía a Marlon Brando. Cincuenta y cinco años después es viernes, y
del otro lado del Pacífico, en Santa Mónica, California, pienso en esta cita,
en Capote, en lo elegante y glamuroso que era todo antes, mientras espero a que
el paparazzi me recoja.
Faltan diez minutos para las siete de la mañana y ha quedado de pasar por mí a
las siete. De un tipo que vive de llegar primero a todos lados no se puede
esperar otra cosa que puntualidad castrense. Apuro el segundo café del día y
termino de arreglarme. Se me ocurre que podemos comenzar definiendo qué es una
celebridad. ¿Es lo mismo que una estrella de cine, que un famoso? ¿Son
excluyentes? ¿Hay estratos dentro de las estrellas? En términos más sencillos,
lo que quiero saber es qué se necesita para que él, Pablo Nieman, tucumano de
nacimiento, paparazzi de profesión, dispare el obturador.
Minutos después no tiene problemas en contestar: “Si uno ve a una celebridad,
le toma una foto, punto”. Más adelante ejemplifica: “Helen Hunt, ¿la
conocés?... A esa uno nunca pierde el tiempo esperándola porque a veces se
queda dos, tres horas en un café y esa foto no sirve. Ella no vende”. Demuele a
la actriz ganadora del Óscar y continúa: “Por más que sea una actriz de muy
alto nivel, acá lo que sirve es la gente que está de moda, la que las revistas
quieren”.
Las revistas que pagan por este tipo de fotografías son seis, al menos en
Estados Unidos: People, US, OK, Star, Life and Style, In Touch. En cada una de
ellas, Pablo Nieman tiene un historial de publicaciones. Lo usual es que los
paparazzi trabajen con alguna agencia que negocia el material con los blogs y
las revistas. La división de porcentajes es más o menos 30 para la agencia, 70
para el paparazzi. Las revistas, que salen todos los miércoles, se quedan con
las mejores fotos. Algunos paparazzi trabajan de manera exclusiva con una
agencia, otros son free lance, como Pablo, que se guarda algunas de las fotos y
las vende aparte. Pueden pasar meses y él todavía recibirá dinero por
reimpresiones de su trabajo en revistas extranjeras. Uno de sus proyectos a
futuro es fundar su propia agencia. Sobre sus ingresos mensuales, pregunta que
rehúye una y otra vez, zanja en un promedio de 7000 dólares. Su cámara, un
monstruo de al menos cuatro kilos que me atrevo a cargar en un momento de la
mañana, marca Canon EOS-1D Mark IV, tiene un precio de 6000 dólares y siempre
está en el maletín en el asiento trasero de su carro. Los lentes tienen más o
menos el mismo precio de la cámara.
Un par de sorpresas
A las 7:15 de la mañana, el paparazzi argentino ya me ha sorprendido dos veces.
Primero, tengo que confesar que para efectos de caracterización confiaba en que
llegara tarde. No ha sido así: 6:59 y su vehículo ya está parqueado afuera del
hotel. Nos damos la mano. Es un tipo grande, más de 1,90. Alrededor de 40 años,
tez blanca, robusto (después me enteraré de que ha jugado rugby por más de 20
años). Viste con sencillez pero con corrección: zapatos tenis, jeans, una
camisa azul oscura remangada en ambos brazos. Es calvo, tiene los ojos verdes y
una barba de un par de días. La segunda sorpresa es el estado en que encuentro
su vehículo: nada fuera de lugar, todo limpio y ordenado. En mi imaginario, un
paparazzi era un tipo recio que no tenía tiempo para nimiedades como limpiar su
carro y cumplir una cita. No es su caso. Es un tipo duro —o da esa impresión—
pero tiene tiempo para organizar sus asuntos. En el espacio que nos separa
están sus implementos de trabajo: un teléfono celular, un walkie-talkie, las
notas con la información de los famosos (direcciones, rutinas, número de las
placas de sus carros) que habitan Brentwood y Santa Mónica. Hay una gorra de
color gris, también, que se pondrá al revés para salir del carro a tomar las
fotos, y al menos 20 monedas de 25 centavos por si hay que parquear en la
ciudad.
—¿Qué tal un cantante? —pregunto y él asiente mientras conduce por la Ocean
Avenue y mira su celular. De repente, frena de manera brusca. Le ha parecido
ver el carro de la actriz Renée Zellweger. Vuelve a acelerar, pero revisa sus
notas en busca del número de placa de la protagonista de El Diario de Bridget
Jones. No lo encontrará y no recuerda mi pregunta.
Entiendo que esta es su forma de trabajo (frenazos, aceleraciones bruscas,
gritos por el celular y por el radio) pero me propongo ampliar el espectro. Es
evidente que en cinco décadas ha habido muchos cambios. Adiós elegancia, adiós
glamur: aquí lo que importa son las reglas establecidas por las revistas que
uno hojea mientras hace la fila en el supermercado. Esa ha sido su gran
contribución a la humanidad: que uno no se aburra mientras hace fila. Halle
Berry pasea a su perro y olvida recoger el popó. Harrison Ford sale sudoroso
del gimnasio. Charlie Sheen se emborracha de nuevo. Esto es lo que vende y a
esto hemos llegado.
—¿Le tomas foto a algún atleta?
—Sí, pero atletas no… Pete Sampras vive por acá… Y no vende a menos que esté
con la esposa, que la esposa es una actriz, pero no, tampoco…
A todo esto, se acerca la hora en que Jennifer Garner (Houston, 1972), la
primera víctima del día, conduce a una de sus hijas a la escuela. Garner
protagonizó la recordada serie Alias, que le abrió las puertas de Hollywood, en
donde ha salido en más de una docena de películas; también es productora y
también es la mujer de Ben Affleck. Como si esto no fuera suficiente, está
embarazada. La razón para acecharla radica en que estamos en el viernes que
antecede a Halloween, y a lo mejor los niños irán disfrazados a la escuela.
Nada mejor que robarles una foto al sonriente niño y a su preñada madre. Esa es
la fotografía que vende: la del famoso haciendo algo inusual. Pablo sigue su
recorrido por las calles de Brentwood y por los atletas famosos. John McEnroe
también vive por ahí pero no vende; el que vende de veras es David Beckham. Ese
sí vende.
Lo de Beckham
Después de saludar a otro paparazzi (peruano este) que ya está en el lugar de
los hechos y preguntarle por las placas del Mini Cooper de la Zellweger,
parqueamos en una calle lateral. El peruano hace que consulta sus notas, Pablo
me advierte que esto no es usual, la colaboración entre colegas, y finalmente
el peruano da unos números que no corresponden con los que el paparazzi ha
memorizado.
Mientras esperamos, el paparazzi me cuenta que el pasado fin de semana el
futbolista inglés le tiró un pelotazo.
—¿Un taponazo? —tengo debilidad por este vocablo.
Asiente, y comienzo a darme cuenta de que una de sus virtudes es que se puede
comunicar con propiedad con todo el mundo. A lo largo del día lo oigo hablar
español, inglés y una mezcla de ambos. A pesar de alguna incorrección
lingüística (editación, What a idiot!, el verbo mover por mudar, entre otros),
todavía asibila las erres como un tucumano y, en términos generales, se expresa
con eficiencia.
Ese sábado, Pablo Nieman llegó temprano a la cancha en la que los hijos del
entonces futbolista del LA Galaxy practicaban fútbol, les robó unos sets de
fotografías, el inglés se enojó, tomó una pelota y con su legendario pie
derecho le apuntó al argentino. Estoy seguro de que falló a propósito; él
sentencia: “¡Ojalá me hubiera pegado!”.
Jennifer Garner se demora un poco más de lo usual, pero llega. Desde la
distancia vemos cómo, una vez su hija no disfrazada se baja, tiene problemas
para sacar su vehículo en reversa, tal y como Pablo predice. Para decirlo con
un colombianismo: es buñuela. La seguimos. Además de nosotros y del peruano, a
la persecución se ha sumado un paparazzi inglés, Jason, quien llegó hace cinco
años con la familia Beckham. Cambiándonos permanentemente de carril,
rebasándonos los unos a los otros y dándonos otra vez paso, seguimos la SUV
negra marca Mercedes de la familia Affleck-Garner. En cierto punto de la
avenida Montana, Pablo me informa que si por la siguiente cuadra la mujer de
Ben Affleck dobla a la izquierda, no hay nada que hacer, seguirá hacia su casa,
pero que si continúa, como en efecto sucede, todo indica que irá por su café
matutino a la zona comercial de Brentwood. La tiene bien estudiada. Trabaja con
ella, según dice, como si en realidad trabajaran de manera mancomunada.
Brentwood y Santa Mónica, estas son las zonas de mayor influencia de Pablo
Nieman. Cada día gasta por sus calles 20 o 30 dólares de gasolina. Allí es
donde están sus colaboradores, empleados de valet parking, de restaurantes. Por
cada alerta de celebridad paga 50 dólares. Por ejemplo, ayer lo llamaron de un
puesto de revistas distante cuatro cuadras de su casa (también en Brentwood
pero no de ese lado de Brentwood): Katie Holmes hojeaba revistas como si fuera
cualquier hija de vecina. Para cuando Nieman llegó apresurado, pasándose
semáforos en rojo e irrespetando señales de Pare, la madre de la hija de Tom
Cruise se subía a su carro. Nada que hacer: le debe dinero al soplón. Por más
preparación y notas que se tengan, la suerte sigue y seguirá siendo un factor
fundamental en este negocio. Trata de evitar Beverly Hills a menos que esté
persiguiendo a alguien. La zona de cafés y restaurantes de Beverly Hills es
pequeña, estrecha y está llena de policías. No se puede parquear, no se puede
cruzar la calle por la mitad: todo equivale a multa (por cierto, tiene un
auténtico prontuario en este sentido. Lo máximo que ha pagado: 800 dólares).
Los paparazzi que trabajan Beverly Hills lo hacen en su mayoría a pie, y esto
no le gusta al tucumano, quien prefiere hacerlo de lejos y rápido (“Es de la
vieja escuela”, dirá el paparazzi inglés cuando le pregunte por él). Nada de
estar mostrando la cámara en la calle. Esta solo se usa cuando es necesario,
estoy a segundos de comprobarlo.
La Garner encuentra un lugar para dejar su carro al costado derecho de la
calle, al frente del café. Esto es bueno, pues tendrá que cruzar de ida y de
vuelta. Los tres carros que trae atrás (el Toyota Prius del peruano, el Mazda 3
del londinense y la imponente Chevy Suburban de Pablo) nos detenemos de manera
apresurada. Es en este momento que comienza la adrenalina. Nieman, que con
agilidad ha echado mano de su gorra y de su cámara, sale como un rayo. El
fotógrafo que nos acompaña en el recorrido (Armando, salvadoreño) trata de
salir, pero su puerta está con el bloqueo para niños. Yo me abalanzo sobre el
comando que está en el costado de Pablo, para tratar de desbloquearlo, pero no
logro nada. Sin saber cómo, Armando ha saltado como un gato y corre hacia su
posición. Esto es lo que sienten los sicarios, no tengo dudas.
Ambos vuelven riendo, me muestran lo que han hecho y todos nos aprestamos para
cuando salga la celebridad, lo cual sucede al cabo de unos minutos. En el
recorrido de vuelta todos logran el mejor ángulo, pero el peruano se le
atraviesa al tucumano. “No pasa nada —declarará Pablo después—, pero esta es la
gente que arruina este negocio. ¿Qué necesidad había de ponerse en su cara?”.
Jennifer Garner le gritó al peruano “Go away!”. Los paparazzi vienen a hablar
con nosotros.
Al peruano nadie lo quiere, no tardo en darme cuenta. El inglés es buena onda,
y no lo digo por lo que dice cuando la Garner da la vuelta y sale para su casa
y nadie la sigue (“Oh, fuck herself”), sino porque en realidad me cae bien. Deja
saber que Beckham es un grandísimo hijo de puta, pero cuando comento que además
es tronco, me recuerda el gol que le marcó a Faryd Mondragón en Francia 98. A
lo largo de la mañana, cuando nos separamos, le envía mensajes de texto a
Pablo: “Llo chupo panocha”, “Chupa mi pita”, entre otros. Está aprendiendo
español.
Hora de un pie
—¿Admiras a esta gente? ¿Ves películas? ¿Te gustan?
—Yo no veo películas… Yo no… Hay muchas celebridades a las que conocí en este
trabajo que no sabía qué hacían.
Pablo Nieman es un tipo pragmático. No desempeñaría una labor que no le diera
dinero. No lee, no ve películas, no sigue las noticias de Argentina. “Estoy muy
desconectado”, afirma. Ha tenido todos los trabajos posibles en 20 años de vida
en Los Ángeles, adonde llegó con 20 años y con 20 dólares en el bolsillo. Los
primeros días durmió en una estación de trenes, se amarraba el cinturón al
brazo, y este a la maleta para evitar atracos. Hoy, además de su trabajo como
paparazzi, tiene una compañía constructora. Se casó hace un lustro con una
iraní y tiene dos hijos, de 3 y 2 años: Noah y Seven. Me muestra una
fotografía, pero no le gusta cuando le comienzo a hacer demasiadas preguntas en
torno a su familia.
Esperamos a Alyson hasta cuando es claro que no va a llegar. A lo largo del día
nos sucederá lo mismo con Marcia Cross (la pelirroja de Desperate Housewives),
con Simon Baker (el mentalista, cuyo origen australiano hace que sus fotos
vendan bastante bien) y con Alessandra Ambrosio (modelo brasileña, favor
googlear). Convenimos en dar una vuelta por Beverly Hills.
Paseamos por las casas de los obscenamente ricos. Estamos en el barrio de
Sharon Stone, de Kate Hudson. Conducimos hasta la casa de Jessica Alba. Topamos
el carro de unos paparazzi chinos afuera; no hay nada, parece que no está.
Vamos a la zona comercial de Beverly Hills. Saliendo de allí, Pablo jura que
vio pasar a Keanu Reeves en su motocicleta. Acelera a fondo y con toda la
pericia de su conducción lo alcanzamos en un par de millas. No es Keanu Reeves,
pero es un tipo que se parece mucho a Keanu Reeves, que tiene una motocicleta
idéntica a la de Keanu Reeves y que viste igual a Keanu Reeves. Lo dejamos ir
pero lo insultamos en la mente. Qué se va a hacer.
Los paparazzi al dentista
Me sorprende enterarme de que, pese a que la mayoría de paparazzi son de origen
hispano (de los 100 que más o menos hay en la ciudad, según Nieman, un 70 % son
argentinos, hondureños, mexicanos, ¡hasta un boliviano!), no hay ningún
colombiano. Ningún compatriota, pues, que se sepa, se le ha medido a este
oficio. Y por si alguno lo está contemplando, he aquí una lista simplificada de
lo que, a mi juicio, se necesita: carro, buena cámara y teléfono,
indispensables. No es obligatorio saber tanto de fotografía, en realidad, pero
se necesitan cualidades de portero, de taxista y de vago de barrio. De portero,
para los plantones de horas y horas (Pablo cuenta que le ha tocado mear en
botellas); de taxista, para conducir como un buen taxista bogotano, esto es,
cometiendo infracciones que pasan inadvertidas; y de vago de barrio, para poder
interactuar con los colegas de profesión, para ganarles en viveza. Otros
factores que hay que tener en cuenta son el estatus migratorio (casi todos son
residentes con permiso de trabajo; hace poco deportaron a un brasileño) y el
horario de trabajo: hay que madrugar todos los días y aguantar en jornada
continua hasta las tres o cuatro de la tarde. A esa hora, el paparazzi me
dejará en mi hotel. Las fotos de noche no interesan a las revistas. La mayoría
descansan los lunes, razón por la cual Nieman trabaja ese día y prefiere
descansar martes o miércoles. Comoquiera, al vivir en ese barrio, no hay día en
que salga de casa sin su cámara. Por último, hay que manejar este breve
vocabulario. Doorstep: parquear afuera de la casa del famoso en espera de
acción. Go fishing: dar vueltas y más vueltas en espera de algo. Gang-bang:
aglomeración de paparazzi en clara pugna por lograr la mejor fotografía del
famoso.
Mediodía y así estamos
Estamos un poco hartos de Jennifer Garner, pero, como nadie más aparece (“Hay
días en que uno se va en blanco”, advierte Nieman), llegamos con sigilo al
sitio en que la mujer embarazada que hemos seguido todo el día almuerza con una
amiga, el Café Montana. Esto claramente será un gang-bang, pues hay al menos
diez tipos con cámaras afuera del establecimiento. Más adelante preguntaré si
no tienen algún conflicto con seguir todo el día a una mujer en estado de
embarazo. La pregunta era para Pablo, pero es Armando, el fotógrafo salvadoreño
que nos ha acompañado todo el día, quien se apresura a contestar:
—Imagínate, ese niño va a salir espantado —se carcajea.
El tucumano entra en un largo monólogo. Dice que él no es de hacer eso;
que, en otras condiciones, se hubiera ido. Que a ellos —a los paps, como les
dice— nadie los quiere. Que en Latinoamérica todos creen que es un gran
trabajo, y que no lo es tanto. Que ha pasado que, mientras les toma fotos, se
han acercado a pedirle que por favor no lo haga, y él ha obedecido. También ha
pasado que la celebridad posa a propósito para regalarle una buena foto (los
más bacanes: John Travolta y John Voight). Todo le ha sucedido a este hombre,
da la impresión.
Y, de pronto, si estuviéramos en un mundo un poco mejor, la historia de un
inmigrante tucumano al que no le ha tocado fácil pero se la ha rebuscado, que
ha sido instructor de karate, actor de reparto en películas de bajo
presupuesto, vendedor de finca raíz, padre de dos niños trilingües (a quienes,
por cierto, tiene que ir a recoger) sería más interesante que Jennifer Garner
chorreándose la ensalada mientras diez hienas la esperan afuera. Pero así
estamos.
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