domingo, 23 de marzo de 2014

LITTLE HONDURAS


¿Cómo se convirtió Guadalupe, Nuevo León, en un remanso de la migración centroamericana?

Por Chantal Flores
Ilustración por Cristina Guerrero
Todos se ven iguales. Prietos —no morenos—, cansados, manos curtidas por el campo, piel envejecida por el sol. Algunos parecen backpackers de lejos, con sus mochilas pegadas como caparazones y sus camas ambulantes —sleepings añejos que no transmiten ni un color, sólo olor—. Otros parecen mendigos cargando una bolsa de plástico donde guardan su único cambio de ropa. Todos son migrantes.
Monterrey, símbolo del desarrollo industrial en México, se ha convertido en un punto geográfico importante en la ruta del migrante. Además de ser uno de los principales destinos nacionales de migración interna, cada vez alcanza más importancia como una parada obligatoria para muchos centroamericanos que buscan cruzar la frontera en busca de una vida mejor para sí y sus familias.
Son las 5:00PM y todos los que están esperando entrar a la Casa Nicolás, en su mayoría hombres, comparten la misma historia detrás de esos ojos sin brillo. Algunos vienen de trabajar, otros siguen en busca y otros cada vez se adentran más en el negocio de pedir limosna, estancados en una ciudad que aparenta progreso mientras llega el dinero para continuar en su búsqueda por el sueño americano.
Unos 10 hombres, casi todos de Honduras, están sentados en la sala de televisión en el segundo piso del albergue de migrantes, en el municipio de Guadalupe. En cualquier otro lugar la apariencia física de esos 10 hombres causaría sospecha o sería motivo de discriminación. Todos están descansando, esperando la cena mientras ven la tele apagada y platican sin mirarse las caras. Entre ellos está Janet, quien dejó Honduras y sus cuatro hijos — “ya casados” — hace dos meses y medio.
“No se puede vivir en paz. Hay mucha crisis, no hay trabajo”, dice la mujer de 50 años que lleva tres días en Monterrey, una ciudad que ni existía en su mente. “Uno vive con temor y mejor huye del país”.
En Honduras, uno de los países con menores ingresos en América Latina, más de la mitad de la población está subempleada. Adicionalmente, más del 60 por ciento de los hogares viven en condiciones de pobreza, mientras que los que viven en extrema pobreza superan el 40 por ciento, según datos del, según datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. La situación económica y laboral, más los altos niveles de inseguridad, son algunos de los factores que incitan a los hondureños a salir en busca de mejores oportunidades.
Quince minutos después hay dos mujeres más: Jessica, madre soltera de 28 años que viste de jeans con una chamarra naranja que pretende ser una Reebok, y Britanny Paola, quinceañera que salió de Tegucigalpa hace casi seis meses con un grupo de 18 amigos. Ellas son tres de las cuatro mujeres que están en la casa que asiste a migrantes. Las tres son hondureñas y todas hicieron el mismo viaje que ya hemos escuchado varias veces. Versiones similares, pero no diferentes, con el mismo personaje principal: La Bestia.
“Me vine en el tren, sufriendo fríos, durmiendo en el monte a veces, caminando kilómetros. Traíamos los pies bien llagados de tanto caminar”, comenta Janet, de piernas cortas y torso redondo. El color de su pelo se fusiona con su cara ceniza y reseca, delineada por docenas de arrugas que le cargan más años a su mirada perdida. Ya no tiene ningún rastro de su caída, esa vez que quedó colgada y la arrastró el tren en Puebla. “Es que pasa muy recio. A mí me habían dicho antes que hiciera fuerza para salir para atrás y no me cogiera el aire, las ruedas que succionan”.
Entrando a la casa, después de abrir la reja de rombos y pasar por el patio central, hay dos puertas del lado derecho. Cuando te dicen qué hay detrás de la segunda puerta, se te olvida inmediatamente la primera. Es como si un monstruo estuviera escondido. Se siente el morbo, la pena, la lástima, sólo con pasar y pensar en el hombre que duerme ahí con la pierna amputada. Uno mejor sigue caminando hacia el comedor o las escaleras. Esas cosas nunca se digieren, sólo se ignoran.
Jessica, quien dejó a sus hijos de 11, 8, 7 y 1 año con su suegra, también se cayó del tren. En la estación de Bojay, en Hidalgo, donde es común ver a cientos de migrantes en el lomo de La Bestia. Pasó una semana en la casa del migrante en San Luis Potosí, recuperándose de golpes en todo su delgado cuerpo. Sus manos pequeñas y brazos esbeltos anunciaban esa caída desde antes.
El tren de carga que cruza México de sur a norte causa la muerte de miles de migrantes, en su mayoría centroamericanos. Entre septiembre de 2012 y 2013, 23 migrantes perdieron la vida, según datos del Instituto Nacional de Migración. Otras organizaciones y activistas, sin embargo, afirman que no hay estadísticas exactas.
Aparte del riesgo que implica viajar en el tren clandestinamente, los hombres, mujeres y niños enfrentan constantemente el peligro de ser robados, secuestrados o extorsionados por el crimen organizado, y a veces hasta por autoridades mexicanas. Organizaciones no gubernamentales y defensores de derechos humanos han buscado proteger a los centroamericanos en su paso por el país, exigiendo la creación de un permiso temporal de tránsito para que puedan viajar de manera legal y segura. En 2011 se aprobó una ley de reforma migratoria que reclasificó el sistema de visas y agregó un estatus de “visitante”. Sin embargo, se incluyeron ciertos requisitos, como tener fondos suficientes para cubrir los gastos de la estancia en México, que son casi imposibles de cumplir para la mayoría de los migrantes.
Por otro lado, las autoridades en los países de origen tampoco han brindado ni exigido seguridad para sus ciudadanos. El presidente de México, Enrique Peña Nieto, recibió a principios de diciembre al presidente electo de Honduras, Juan Orlando Hernández, y se comprometieron a fortalecer las relaciones entre ambos países en temas como la migración. La realidad, sin embargo, es que funcionarios de ambos países siguen posponiendo la toma de acciones necesarias, como es el caso de la Ley de Protección al Hondureño Migrante, que sigue estancada en el Congreso Nacional de Honduras. La ley fue aprobada desde el mayo pasado, pero no ha podido entrar en vigencia debido a que está en revisión.
A Brittany no le pasó nada durante su viaje, solo duró más de lo esperado. “No salía tren. Estuvimos 12 días en Palenque, y de ahí, cuando íbamos para Veracruz, nos dejaron botados tres días, y luego… ya salimos”, explica la joven de metro y medio, tez dorada y cara tipo Cabbage Patch. En cada palabra hay trozos de una niña grande ingenua, como si con cada kilómetro que recorrió hubiera perdido una parte de su adolescencia. Cuenta sus días como si fuera una trotamundos, como si todavía no quisiera aceptar que la travesura ya pasó.
—¿Les avisaste a tus papás?
—Sí, sí les avisé… pero cuando estaba aquí en México.
—¿Y qué te dijeron?
—Que por qué me había ido, que me cuidara.
—¿Por qué te quisiste escapar?
—Porque me invitaron, y ya. Que me viniera, que iba a pasar al otro lado, pero me robaron en Piedras Negras y no pude pasar.
—¿Y tus amigos?
—Todos cruzaron. Yo me fui con otro coyote y él me robó. Nos fueron a dejar ahí nomás a que viéramos el río y no nos cruzaron.
Todos sólo pensaron en irse para tener un futuro mejor, para brindar una mejor vida a su familia. Su país los traicionó, su gobierno los ignoró y el dinero los abandonó. “La crisis” sale por la boca de todos como si fuera un ente que acecha constantemente hasta esquinarlos. No queda de otra más que huir. “Mi vida no era muy buena. Sí estaba estudiando, pero siempre también quise tener una mejor vida, y me gustaría ir a Estados Unidos para darle una mejor vida a mi familia”, dice Brittany, la hija más chiquita y la tercera en intentar cruzar la frontera. Su hermana ya se regresó y a su hermano lo acaban de deportar.
El número de hondureños deportados por autoridades mexicanas ha incrementado considerablemente, superando ya a los guatemaltecos. Según cifras de la Secretaría de Gobernación de México, hasta septiembre del año pasado, 26 mil 870 hondureños han sido retornados. Durante el mismo periodo de 2012, la cifra de deportados estaba en 23 mil 543. A pesar de la constante persecución por parte de las autoridades mexicanas, estimaciones oficiales hablan de por lo menos 150 mil centroamericanos que ingresan cada año a México de forma indocumentada. Sin embargo, organizaciones no gubernamentales afirman que realmente son más de 400 mil personas las que cada año atraviesan México para llegar a Estados Unidos.
“Hay que venirse a buscar la vida, a ver qué se puede hacer”, comenta Janet, quien tuvo que vender su tienda de abarrotes antes de partir. “Se sufre, en ese país se sufre. Todo es caro, no hay trabajo, nunca tiene dinero uno, nunca puedes salir adelante. Una crisis total, una pobreza total, una delincuencia total. Estamos perdidos”.
Janet no sabía nada de esta ciudad hasta que llegó y le dijeron que esto era Monterrey. Su destino, como todos, era Estados Unidos, país de sueños quebrantables. Después de la larga travesía para llegar acá, ya no se quiere arriesgar y prefiere encontrar trabajo aquí de empleada doméstica. Para no pagar renta, dice.
—¿32 no hay? ¿Dónde está el 32? —pregunta Janet a Jessica mientras sigue buscando su talla en los montones de pantalones.
—Son 36, 32 no hay ni uno todavía. Aquellos son 36.
—¿Estos?
—Esos son playeras, no sé cómo le llaman…
Janet sigue acomodando la ropa en el mueble de metal que carga docenas de pantalones usados mientras Jessica los ordena sobre la única cama que hay en el cuarto. Las tres hondureñas duermen ahí, una en la cama, las otras en dos colchones, rodeadas de montones de ropa. Brittany Paola, quien está esperando que sus tías que viven en San Francisco le manden dinero para cruzar, las observa mientras come unas Ruffles de queso.
Para estar en el albergue tienen que cooperar con la limpieza de la casa, portarse bien, no fumar ni tomar bebidas alcohólicas y apoyar en varias tareas del hogar. Al llegar, si lo requieren, reciben un pantalón, una camisa o una playera. Janet continúa acomodando los pantalones que fueron donados mientras Jessica, quien lleva 10 días viviendo en la casa, se queja de los de la lavandería que no le pagaron lo que dijeron. “Es bastante pesado el trabajo, digamos, en el aspecto de que no era un salario a lo que nosotros esperamos, porque cuando ellos vienen a buscarnos te dicen que te van a pagar 2 mil a la semana, incluso la alimentación y la dormida, y cuando llegamos allá, ya no”. Jessica sólo fue ese día y luego trabajó dos más en una “recicladora” donde le pagaban 150 pesos al día, pero luego se acabó el trabajo.
A las 6:00AM todos tienen que dejar el albergue para salir a buscar trabajo, generalmente temporal. Algunos se quedan en el Seven-Eleven de enfrente pasando el rato y pidiendo limosna. Otros se van a trabajar con las personas que llegan ahí a ofrecer. “Hemos salido a ver si conseguimos trabajo, pero no hemos hallado todavía. Aquí afuera, cuando nos sacan, vienen algunos a recogerlos, pero casi solo hombres se llevan a trabajar”, dice Janet, quien ha trabajado dos semanas en casa de una maestra en Palenque desde que llegó al país. Brittany lleva cinco días en Monterrey y asegura que también está buscando trabajo, nada más que ahora con un poco más de precaución. Estuvo cinco meses en Piedras Negras ayudándole a una señora en su casa y también en una tienda de ropa, pero luego se tuvo que escapar porque no la dejaba salir y no le pagaba lo que trabajaba. “Siempre me amenazaba que me iba a reportar. Me escapé y me fui para la casa del migrante de allá”.
Son las 7:00PM. La cena está servida: arroz rojo, frijoles, pan y guisado cubren completamente el plato. Como una gran familia, se sientan los más de 40 en dos comedores tan largos que los de las cabeceras tendrían que gritar para escucharse. Todos comen lo mismo, unos en silencio, otros intercambiando palabras. La incertidumbre está presente, la pregunta está en el aire: ¿cuántos serán parte del creciente grupo de migrantes que se quedan en México?, ¿cuántos hondureños seguirán enfrentando en este país la misma inseguridad y pobreza de la que huyeron?
A algunos ya se les vence el número de días que pueden estar en el albergue, otros no saben cuándo tendrán un trabajo y otros pocos siguen esperanzados de que algún paisano les mande dinero. Sus familias esperan; su país cada vez se aleja más.
—No puede estar uno en su país, por eso emigramos casi la mayoría de la gente, porque no podemos superarnos. Nuestro país está muy pobre —dice Janet.
—¿Y usted cree que aquí sí se va a superar?
— Pues a lo mejor, puede que sí… con un poco de suerte, ¿no?
Fotografía de Cristina Guerrero


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