¿Cómo se convirtió Guadalupe, Nuevo León, en un remanso de la
migración centroamericana?
Por Chantal Flores
Ilustración por Cristina Guerrero
Todos se ven iguales. Prietos —no morenos—,
cansados, manos curtidas por el campo, piel envejecida por el sol. Algunos
parecen backpackers de lejos, con sus mochilas pegadas como
caparazones y sus camas ambulantes —sleepings añejos que no
transmiten ni un color, sólo olor—. Otros parecen mendigos cargando una bolsa
de plástico donde guardan su único cambio de ropa. Todos son migrantes.
Monterrey, símbolo del desarrollo industrial en
México, se ha convertido en un punto geográfico importante en la ruta del
migrante. Además de ser uno de los principales destinos nacionales de migración
interna, cada vez alcanza más importancia como una parada obligatoria para
muchos centroamericanos que buscan cruzar la frontera en busca de una vida
mejor para sí y sus familias.
Son las 5:00PM y todos los que están esperando
entrar a la Casa Nicolás, en su mayoría hombres, comparten la misma historia
detrás de esos ojos sin brillo. Algunos vienen de trabajar, otros siguen en
busca y otros cada vez se adentran más en el negocio de pedir limosna,
estancados en una ciudad que aparenta progreso mientras llega el dinero para continuar
en su búsqueda por el sueño americano.
Unos 10 hombres, casi todos de Honduras, están
sentados en la sala de televisión en el segundo piso del albergue de migrantes,
en el municipio de Guadalupe. En cualquier otro lugar la apariencia física de
esos 10 hombres causaría sospecha o sería motivo de discriminación. Todos están
descansando, esperando la cena mientras ven la tele apagada y platican sin
mirarse las caras. Entre ellos está Janet, quien dejó Honduras y sus cuatro
hijos — “ya casados” — hace dos meses y medio.
“No se puede vivir en paz. Hay mucha crisis, no hay
trabajo”, dice la mujer de 50 años que lleva tres días en Monterrey, una ciudad
que ni existía en su mente. “Uno vive con temor y mejor huye del país”.
En Honduras, uno de los países con menores ingresos
en América Latina, más de la mitad de la población está subempleada.
Adicionalmente, más del 60 por ciento de los hogares viven en condiciones de
pobreza, mientras que los que viven en extrema pobreza superan el 40 por
ciento, según datos del, según datos del Programa de las Naciones Unidas para
el Desarrollo. La situación económica y laboral, más los altos niveles de
inseguridad, son algunos de los factores que incitan a los hondureños a salir
en busca de mejores oportunidades.
Quince minutos después hay dos mujeres más:
Jessica, madre soltera de 28 años que viste de jeans con una chamarra naranja
que pretende ser una Reebok, y Britanny Paola, quinceañera que salió de
Tegucigalpa hace casi seis meses con un grupo de 18 amigos. Ellas son tres de
las cuatro mujeres que están en la casa que asiste a migrantes. Las
tres son hondureñas y todas hicieron el mismo viaje que ya hemos escuchado
varias veces. Versiones similares, pero no diferentes, con el mismo personaje
principal: La Bestia.
“Me vine en el tren, sufriendo fríos, durmiendo en
el monte a veces, caminando kilómetros. Traíamos los pies bien llagados de
tanto caminar”, comenta Janet, de piernas cortas y torso redondo. El color de
su pelo se fusiona con su cara ceniza y reseca, delineada por docenas de
arrugas que le cargan más años a su mirada perdida. Ya no tiene ningún rastro
de su caída, esa vez que quedó colgada y la arrastró el tren en Puebla. “Es que
pasa muy recio. A mí me habían dicho antes que hiciera fuerza para salir para
atrás y no me cogiera el aire, las ruedas que succionan”.
Entrando a la casa, después de abrir la reja de
rombos y pasar por el patio central, hay dos puertas del lado derecho. Cuando
te dicen qué hay detrás de la segunda puerta, se te olvida inmediatamente la primera.
Es como si un monstruo estuviera escondido. Se siente el morbo, la pena, la
lástima, sólo con pasar y pensar en el hombre que duerme ahí con la pierna
amputada. Uno mejor sigue caminando hacia el comedor o las escaleras. Esas
cosas nunca se digieren, sólo se ignoran.
Jessica, quien dejó a sus hijos de 11, 8, 7 y 1 año
con su suegra, también se cayó del tren. En la estación de Bojay, en Hidalgo,
donde es común ver a cientos de migrantes en el lomo de La Bestia. Pasó una
semana en la casa del migrante en San Luis Potosí, recuperándose de golpes en
todo su delgado cuerpo. Sus manos pequeñas y brazos esbeltos anunciaban esa
caída desde antes.
El tren de carga que cruza México de sur a norte causa la muerte de
miles de migrantes, en su mayoría centroamericanos. Entre septiembre de 2012 y
2013, 23 migrantes perdieron la vida, según datos del Instituto Nacional de
Migración. Otras organizaciones y activistas, sin embargo, afirman que no hay
estadísticas exactas.
Aparte del riesgo que implica viajar en el tren
clandestinamente, los hombres, mujeres y niños enfrentan constantemente el
peligro de ser robados, secuestrados o extorsionados por el crimen organizado,
y a veces hasta por autoridades mexicanas. Organizaciones no gubernamentales y
defensores de derechos humanos han buscado proteger a los centroamericanos en
su paso por el país, exigiendo la creación de un permiso temporal de tránsito
para que puedan viajar de manera legal y segura. En 2011 se aprobó una ley de
reforma migratoria que reclasificó el sistema de visas y agregó un estatus de
“visitante”. Sin embargo, se incluyeron ciertos requisitos, como tener fondos
suficientes para cubrir los gastos de la estancia en México, que son casi
imposibles de cumplir para la mayoría de los migrantes.
Por otro lado, las autoridades en los países de
origen tampoco han brindado ni exigido seguridad para sus ciudadanos. El
presidente de México, Enrique Peña Nieto, recibió a principios de diciembre al
presidente electo de Honduras, Juan Orlando Hernández, y se comprometieron a
fortalecer las relaciones entre ambos países en temas como la migración. La
realidad, sin embargo, es que funcionarios de ambos países siguen posponiendo
la toma de acciones necesarias, como es el caso de la Ley de Protección al
Hondureño Migrante, que sigue estancada en el Congreso Nacional de Honduras. La
ley fue aprobada desde el mayo pasado, pero no ha podido entrar en vigencia
debido a que está en revisión.
A Brittany no le pasó nada durante su viaje, solo
duró más de lo esperado. “No salía tren. Estuvimos 12 días en Palenque, y de
ahí, cuando íbamos para Veracruz, nos dejaron botados tres días, y luego… ya
salimos”, explica la joven de metro y medio, tez dorada y cara tipo Cabbage
Patch. En cada palabra hay trozos de una niña grande ingenua, como si con cada
kilómetro que recorrió hubiera perdido una parte de su adolescencia. Cuenta sus
días como si fuera una trotamundos, como si todavía no quisiera aceptar que la
travesura ya pasó.
—¿Les avisaste a tus papás?
—Sí, sí les avisé… pero cuando estaba aquí en
México.
—¿Y qué te dijeron?
—Que por qué me había ido, que me cuidara.
—¿Por qué te quisiste escapar?
—Porque me invitaron, y ya. Que me viniera, que iba
a pasar al otro lado, pero me robaron en Piedras Negras y no pude pasar.
—¿Y tus amigos?
—Todos cruzaron. Yo me fui con otro coyote y él me
robó. Nos fueron a dejar ahí nomás a que viéramos el río y no nos cruzaron.
Todos sólo pensaron en irse para tener un futuro
mejor, para brindar una mejor vida a su familia. Su país los traicionó, su
gobierno los ignoró y el dinero los abandonó. “La crisis” sale por la boca de
todos como si fuera un ente que acecha constantemente hasta esquinarlos. No
queda de otra más que huir. “Mi vida no era muy buena. Sí estaba estudiando,
pero siempre también quise tener una mejor vida, y me gustaría ir a Estados
Unidos para darle una mejor vida a mi familia”, dice Brittany, la hija más
chiquita y la tercera en intentar cruzar la frontera. Su hermana ya se regresó
y a su hermano lo acaban de deportar.
El número de hondureños deportados por autoridades
mexicanas ha incrementado considerablemente, superando ya a los guatemaltecos.
Según cifras de la Secretaría de Gobernación de México, hasta septiembre del
año pasado, 26 mil 870 hondureños han sido retornados. Durante el mismo periodo
de 2012, la cifra de deportados estaba en 23 mil 543. A pesar de la constante
persecución por parte de las autoridades mexicanas, estimaciones oficiales
hablan de por lo menos 150 mil centroamericanos que ingresan cada año a México
de forma indocumentada. Sin embargo, organizaciones no
gubernamentales afirman que realmente son más de 400 mil personas las que cada
año atraviesan México para llegar a Estados Unidos.
“Hay que venirse a buscar la vida, a ver qué se
puede hacer”, comenta Janet, quien tuvo que vender su tienda de abarrotes antes
de partir. “Se sufre, en ese país se sufre. Todo es caro, no hay trabajo, nunca
tiene dinero uno, nunca puedes salir adelante. Una crisis total, una pobreza
total, una delincuencia total. Estamos perdidos”.
Janet no sabía nada de esta ciudad hasta que llegó
y le dijeron que esto era Monterrey. Su destino, como todos, era Estados
Unidos, país de sueños quebrantables. Después de la larga travesía para llegar
acá, ya no se quiere arriesgar y prefiere encontrar trabajo aquí de empleada
doméstica. Para no pagar renta, dice.
—¿32 no hay? ¿Dónde está el 32? —pregunta Janet a
Jessica mientras sigue buscando su talla en los montones de pantalones.
—Son 36, 32 no hay ni uno todavía. Aquellos son 36.
—¿Estos?
—Esos son playeras, no sé cómo le llaman…
Janet sigue acomodando la ropa en el mueble de
metal que carga docenas de pantalones usados mientras Jessica los ordena sobre
la única cama que hay en el cuarto. Las tres hondureñas duermen ahí, una en la
cama, las otras en dos colchones, rodeadas de montones de ropa. Brittany Paola,
quien está esperando que sus tías que viven en San Francisco le manden dinero
para cruzar, las observa mientras come unas Ruffles de queso.
Para estar en el albergue tienen que cooperar con
la limpieza de la casa, portarse bien, no fumar ni tomar bebidas alcohólicas y
apoyar en varias tareas del hogar. Al llegar, si lo requieren, reciben un
pantalón, una camisa o una playera. Janet continúa acomodando los pantalones
que fueron donados mientras Jessica, quien lleva 10 días viviendo en la casa,
se queja de los de la lavandería que no le pagaron lo que dijeron. “Es bastante
pesado el trabajo, digamos, en el aspecto de que no era un salario a lo que
nosotros esperamos, porque cuando ellos vienen a buscarnos te dicen que te van
a pagar 2 mil a la semana, incluso la alimentación y la dormida, y cuando
llegamos allá, ya no”. Jessica sólo fue ese día y luego trabajó dos más en una
“recicladora” donde le pagaban 150 pesos al día, pero luego se acabó el
trabajo.
A las 6:00AM todos tienen que dejar el albergue
para salir a buscar trabajo, generalmente temporal. Algunos se quedan en el
Seven-Eleven de enfrente pasando el rato y pidiendo limosna. Otros se van a
trabajar con las personas que llegan ahí a ofrecer. “Hemos salido a ver si
conseguimos trabajo, pero no hemos hallado todavía. Aquí afuera, cuando nos
sacan, vienen algunos a recogerlos, pero casi solo hombres se llevan a
trabajar”, dice Janet, quien ha trabajado dos semanas en casa de una maestra en
Palenque desde que llegó al país. Brittany lleva cinco días en Monterrey y
asegura que también está buscando trabajo, nada más que ahora con un poco más
de precaución. Estuvo cinco meses en Piedras Negras ayudándole a una señora en
su casa y también en una tienda de ropa, pero luego se tuvo que escapar porque
no la dejaba salir y no le pagaba lo que trabajaba. “Siempre me amenazaba que
me iba a reportar. Me escapé y me fui para la casa del migrante de allá”.
Son las 7:00PM. La cena está servida: arroz rojo,
frijoles, pan y guisado cubren completamente el plato. Como una gran familia,
se sientan los más de 40 en dos comedores tan largos que los de las cabeceras
tendrían que gritar para escucharse. Todos comen lo mismo, unos en silencio,
otros intercambiando palabras. La incertidumbre está presente, la pregunta está
en el aire: ¿cuántos serán parte del creciente grupo de migrantes que se quedan
en México?, ¿cuántos hondureños seguirán enfrentando en este país la misma
inseguridad y pobreza de la que huyeron?
A algunos ya se les vence el número de días que
pueden estar en el albergue, otros no saben cuándo tendrán un trabajo y otros
pocos siguen esperanzados de que algún paisano les mande dinero. Sus familias
esperan; su país cada vez se aleja más.
—No puede estar uno en su país, por eso emigramos
casi la mayoría de la gente, porque no podemos superarnos. Nuestro país está
muy pobre —dice Janet.
—¿Y usted cree que aquí sí se va a superar?
— Pues a lo mejor, puede que sí… con un poco
de suerte, ¿no?
Fotografía de Cristina Guerrero |
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